domingo, 19 de agosto de 2007

EN NOMBRE DE LOS CENTRÍCOLAS


A Óscar Pita

NUNCA ANTES había vivido en el centro de una ciudad. Ahora lo hago desde hace más de dos años, aquí en Trujillo, donde he recalado después de una prolongada estancia limeña, atraído por el clima primaveral, los parquecitos llenos de flores, el menú barato y sobre todo por la cercanía del mar, que como dijo Nicanor Parra del crepúsculo, es el único amigo que me queda.

El centro de una ciudad es ese pequeño espacio donde la gente realiza a diario todo tipo de transacciones y diligencias. Aquí en Trujillo, el centro es aparentemente todo lo que está dentro del círculo de la avenida España; digo aparentemente porque para mí el centro lo forman las calles que durante el día se convierten en colmenas y no las otras, las que viven en el relativo silencio de la periferia.

Vivo en la calle Junín, en el tercer piso de un edificio cuya puerta de ingreso, por el montón de letreros kitch colgados en ella, es como una pintura entre naif y surrealista, De día, esta parte del centro se parece al embrollo automotriz que relata Cortázar en Autopista del Sur, y de noche se convierte en la atalaya de otras historias que más adelante contaré.

Lo peor de todo son los choferes, hacen sonar sus bocinas por quítame estas pajas. La gente que viene de “afuera” soporta estos fragores porque al fin y al cabo su tránsito por aquí no es cotidiano ni permanente. Los “centrícolas” soportamos esos y otros ruidos infernales, nos tragamos el monóxido de los carros, y algunas veces veces, sin poder salir de nuestras casas, las bombas lacrimógenas que la policía lanza a los manifestantes cuando toman las calles del centro. A eso de la una, la gente almuerza y luego hace la siesta, lo cual es un momento de tregua que aprovecho para leer, darme una vuelta por la manzana o plagiar a los sesteadores. Pero pronto todo esto se rompe.

Existe una comparsa conformada por cuatro malandros y un parapléjico en silla de ruedas. Pasa una o dos veces por semana y por lo general en la tarde. Cada uno de los muchachos toca un instrumento de esos de bandas militares, mientras el parapléjico esboza una sonrisa de santo jubilado. Hacen un ruido de los mil demonios, pero la gente, llevada sin duda por un entreverado sentimiento de masoquismo y conmiseración, les regala unas monedas. Recorren todo el centro, sonríen y conversan muy animosos, felices de haber encontrado un parapléjico que les funciona como la “gallina de los huevos de oro”. Al alcalde, que hace poco dictó un bando prohibiendo a los vecinos tener gallos en sus corrales, para evitar el “ruido molesto” de sus cantos, este bullicioso gallinero ambulante lo tiene sin cuidado.

Los crepúsculos en el centro son monótonos, los transeúntes caminan más rápido y a eso de las siete de la noche se vuelve a armar el zafarrancho de los carros. Una claque más pequeña se prepara, sin embargo, para invadir el centro: los clientes de los chifas, los ludópatas, los emolienteros, los solitarios, los recicladores, los barrenderos, los maricones y las putas callejeras, cada cual en su horario correspondiente. Sólo tengo cariño por los barrenderos, pues traen a mi memoria una oda de Pablo Neruda, y a los emolienteros que se han vuelto mis aliados desde que los médicos me extirparon la vesícula. Los “chiferos” se caracterizan por su alborozo mientras comen y conversan a la luz de los neones y las gigantografías con mandarines chinos o paisajes sumergidos en la niebla. Su horario: entre las siete y once de la noche. Los ludópatas son una manga de idiotas que ignoran la ley de las probabilidades y se han hecho al señuelo de enriquecerse por un golpe del azar. Entran y salen de los tragamonedas durante todo el día, en especial de noche y de madrugada.

Las putas callejeras son de dos tipos: las sedentarias de la Plazuela Iquitos y las nómadas que se desplazan de una calle a otra, desde que cae la tarde hasta el amanecer. Los recicladores son silenciosos, pasan con sus triciclos buscando en las bolsas de basura o recogiendo las “sobras” de los restaurantes. Trabajan hasta muy entrada la noche, aspirando con una calma zen las pestilentes emanaciones de sus baldes con comida malograda. A los solitarios se les reconoce por el aire melancólico; caminan siempre por los mismos lugares de la ciudad sin importarles la hora ni la sombra de ahorcados que proyectan cuando pasan por debajo de los faroles.

Los maricones son un asunto aparte. No son muchos, pero son. Llegan cuando todavía hay movimiento y se instalan justo en la esquina donde comienza mi calle. Visten minifaldas y blusitas brevísimas, mostrando unos senos, vientres y caderas que harían la envidia de cualquier muchachita común y corriente. Todo el mundo los mira y sonríe. Les importa un bledo. Llegan solos, pero al final se agrupan de dos en dos o de tres en tres; se llaman por sus nombres de mujeres, ríen escandalosamente y conversan como cotorras. Parecen inofensivos, pero en cuanto avanza la noche se transforman. Los observo desde mi ventana, por supuesto con la luz apagada. Cuando las calles quedan solitarias y la luz artificial alumbra con débil proyección, se desnudan todo cuanto pueden y se cubren luego con un sobretodo que abren y cierran para mostrar “la merca” a sus clientes. Los primeros son los taxistas; los más ansiosos abren sus puertas y ahí nomás, al amparo de la oscuridad, disfrutan de una fellatio o de un sobresaltado coito anal. No faltan los pitucos; llegan en sus camionetas con lunas polarizadas y se los “levantan” rumbo a sus nidos de amor; tampoco falta el serranito que paga por un “mameluco al paso” mientras el marica, aprovechando de su embeleso, con un diestro movimiento de manos, bolsiquea sus arrugados pantalones. A la muerte de un obispo les hace batida el serenazgo; se arma entonces la gritería, los resondros y las fugas desesperadas. Se quitan los zapatos de tacones, olvidan sus disfuerzos feminoides y corren como cualquier atleta en la prueba de los cien metros planos. Algunas veces les va peor. Una noche, se detuvo un carro frente a mi casa y oí unas voces altisonantes: cuando me asomé, ya el carro había partido y un desamparado maricón lloraba calato y tendido en mitad de la pista. Le habían cortado sus nalgas de silicona. Ignoro qué sería de su suerte. Nunca los encuentra el alba, es como si fueran una estrafalaria invención de la noche.
Por donde se le mire, vivir en el centro es una Caja de Pandora. Aquí no se pueden hacer las cosas que se hacen en el barrio. Por ejemplo, no se puede salir a la calle con la ropa de casa, pues la gente para “venir al centro” se viste con un cierto cuidado. En el barrio uno se sienta a charlar con el vecino o a leer el periódico en la puerta de su casa; aquí no, todo es algazara, bocinazos, veredas atiborradas y tratos impersonales. En el barrio, la quietud ocurre durante el día; de noche, se ven las luces de las casas encendidas, y en las veredas a los padres jugando con sus pequeños. En el centro ocurre lo contrario: el tráfago es diurno y por la noche las tiendas apagan sus luces, los tenderos se marchan a sus hogares, las calles quedan convertidas en basurales y no hay más remedio que refugiarse en la tele o ponerse a observar el paso de los perros callejeros bajo la luz de la luna.

Y como aquí se vende de todo, los “centrícolas” corremos además el riesgo de convertirnos en compradores compulsivos o frustrados. Estamos invadidos de escaparates y mercancías, de ofertas y tentaciones publicitarias por todas partes. A veces, la nostalgia por un mundo más humano me regresa a un parquecito de la urbanización Rázuri donde viví años atrás. Allí, en apacibles tardes, me deleitaba viendo a los niños jugar a la pelota o manejando por primera vez sus bicicletas, bajo las muy felices y atentas miradas de sus papás.

TRES CUENTOS BREVES


PEDAGOGÍA DEL OLVIDO

Al otro lado del espejo, en los territorios de Alicia, donde las cosas ocurren al revés, los estudiantes acuden a las escuelas para olvidar. En los primeros años, los maestros les enseñan a olvidar el abecedario y los conocimientos elementales. En la enseñanza media, se trata de olvidar algunas materias como las matemáticas, la geografía y la historia. En la universidad, el estudiante es minuciosamente preparado para la especialización del olvido. El olvido, por ejemplo, de la arquitectura, del derecho, de la medicina, etc. Sólo quienes consiguen el olvido absoluto se hacen merecedores de un título a nombre de la nación, lo cual será fuente de sus desdichas, pues allí, en esa tierra de paradojas, el olvido es la sabiduría y la desdicha la felicidad. Y ésta, por ser la más alta expresión de la vida, deberá conducirlos inevitablemente a la muerte. Pero (como bien supone el lector) la muerte es su nacimiento, y éste, otra vez todo el cúmulo de sabiduría que están condenados a olvidar.

LA TORTUGA DE AQUILES

Cuando la tortuga se enteró de que Aquiles jamás la alcanzaría, se sintió el animal más veloz de la tierra. Para divulgarlo y hacer que los demás animales le reconozcan ese privilegio, decidió visitarlos, uno por uno, en su propio habitat. Sólo llegar a la cueva de su vecino más cercano, el león, le demandó tres meses con veintisiete días. Así las cosas – pensó la tortuga – me pasaré la vida caminando y no todos llegarán a saber que soy el animal más veloz de la tierra.
Agobiada por tan lúgubres pensamientos, abandonó sus delirios de tortuga afamada y se echó a dormir a la sombra de una piedra.

CAMBIO DE LUNA

El poeta chino Li Tai Po, ebrio de vino y sobre una barca, murió ahogado cuando pretendía abrazar la luna reflejada en las aguas del Río Amarillo.
La luna, enterada del trágico acontecimiento, compungida, solicitó a los dioses convertirse, para siempre, en su propio reflejo. Así, la verdadera luna sería la que había abrazado el poeta sobre el agua. Los dioses, conmovidos, satisficieron el ruego.
Li Tai Po vive, pues, en las aguas del Río Amarillo, y ha sembrado un viñedo en la luna verdadera.

sábado, 18 de agosto de 2007

EL INVISIBLE PÁJARO DE LOS ECOS



A Ángel Gavidia, para que sepa que no soy su amigo en vano.

Un gorrión solía cantar en un tuple. Un día llegó una bandada de pájaros y le dijo que su canto era feo, que mejor se callara.


— Tu canto suena como una rama quebrada. En tu garganta vive un ganso.


Así le dijeron con un torvo aire de inquisidores y se fueron volando.


El pobre gorrión entristeció. Desde entonces, la luna le parecía un ojo siniestro y el sol un girasol malvado. Pero como le era imposible dejar de cantar, se fue hasta una piedra grande, en las afueras del pueblo, y ahí, en un huequito que había debajo de ella, silbó. Silbó hasta quedarse extenuado.


Al día siguiente, en todo el pueblo se escuchó una hermosa mezcla de canto de pájaro y de piedra.


— ¿De quién será ese canto?


Así se preguntaban, aturdidos y alborotados, los enemigos del gorrión.


Otro día se oyó una mezcla de canto de pájaro y laguna; otro, de canto de pájaro y ribera y, en los otros que vinieron, el canto tenía el aire de los tabancos, de los cerros y hasta el silencio de las chozas solitarias.


— ¿Quién será?, ¿Quién será? — se intrigaban los inquisidores.


Uno de ellos, la oscura urraca, no soportó más y con tono solemne pronunció:


— Admitamos; el canto es bello.


— Sí, pero… ¿De quién se trata?


Como no lo sabían, decidieron llamarlo El Invisible Pájaro de los Ecos, pues eran ecos los que se oían y nada más. Mientras tanto el gorrión callaba sobre el tuple. Desde que lo habían conminado a no cantar, veíanlo silencioso, con las alas plegadas y el aire fúnebre.


Para compensarlo en algo, lo invitarían a participar en la construcción de un majestuoso templo en honor al Invisible Pájaro de los Ecos.


— No, no iré — dijo con voz cenicienta, pero firme, el gorrión.


— ¡Ateo!
— ¡Sacrílego!
— ¡Irreverente!


Todo esto le dijeron y se fueron volando.


Levantaron el templo en un quiñawiro altísimo, de grandes hojas verdes. Era realmente fastuoso. Ahí entonaban sus cantos y hacían sus zalemas. Por esos días los ecos eran más hermosos que nunca: canto de pájaro y rumor de sauce, canto de pájaro y flauta de pastor, canto de pájaro y olas de mar.


Los inquisidores llegaban al arrebato místico.

Pero una tarde, sin que nadie lo supiera, el gorrión murió. Y como los pájaros van a morir al cielo, al día siguiente el eco fue de pájaro y de cielo. Y como el cielo es limpio, el eco ya no era tal sino, nítido, el canto del gorrión. ¡Qué música, qué escarcha de viento y resplandor de manzanas!
Los pájaros inquisidores se miraron confundidos entre sí; al instante reconocieron la procedencia de ese canto y, avergonzados, se fueron volando al tuple.


Ni sombra del gorrión. Sólo el vaho de la muerte.

— Era él — graznó la cacatúa.

martes, 7 de agosto de 2007

LUIS VALLE GOYCOCHEA: DE LA SOMBRA A LA LUZ

Me noticié por primera vez de la vida y obra del poeta liberteño Luis Valle Goycochea en Chosica, allá por el año 1967, gracias a mi maestro el poeta Víctor Mazzi Trujillo. Mazzi lo había conocido personalmente, y se complacía en contarnos a sus contertulios algunas anécdotas del “curita” Valle. Lo llamaban así sus más íntimos amigos, pues pertenecía a la congregación religiosa de los franciscanos. Una de las anécdotas más divertidas lo pintaba escapándose del convento, luego de sus recoletas actividades cotidianas, para pasar la noche con sus amigos bohemios al amparo de un buen vino. Me causaba hilaridad imaginarlo haciendo malabares de fuga en alguna ventana o claraboya del convento, mientras los otros monjes seguramente dormían o rezaban.

Mazzi lo quería mucho y lo recordaba siempre. Lo describía como un hombre esencialmente melancólico y reconcentrado, una especie de niño rural perdido en la barahúnda de Lima, saturado de extrañas angustias y acosado por una vocación bifronte que lo hacía oscilar entre la vida monástica y la literatura. Valle había nacido en 19ll (aunque algunos autores fechan su nacimiento en 1909 o 1910) y murió en Lima el 13 de agosto de 1953, atropellado, según Edmundo de los Ríos, “por un irresponsable conductor que lo dejó malherido y huyó sin socorrerlo”. Ciro Alegría, sin embargo, en uno de sus varios artículos sobre el poeta, a quien lo unía una fraterna amistad, sugiere que Valle Goycochea probablemente se suicidó. “He tenido la impresión – escribe –de que se evadió de un mundo que no respondía a su armonioso ideal de vida y belleza.”

Junto con retazos de su vida, conocí también la poesía y algunos textos narrativos de Valle Goycochea. Aún recuerdo la gratísima emoción que me dejaron Las canciones de Rinono y Papagil y El sábado y la casa, sus libros más conocidos y celebrados hasta hoy. Recuerdo esa emoción porque la experimento pocas veces. Es la de la palabra sencilla contrariando las preceptivas y las convenciones literarias; cuidadosa de sí misma, sabedora de su carga de sugestiones, pletórica de verdad y deseosa de ser el fiel reflejo de un mundo raigal y entrañable que el poeta se niega a desvirtuar. Los poemas de Valle Goycochea son como sutiles garfios, con ellos se aferra a un universo arcádico frente a lo hostil e incomprensible del mundo real. Expresan el rechazo a un orden inhumano, a una realidad lacerante. El tiempo, para este hiperestésico poeta, se traduce en ausencia, deterioro, soledad y muerte. Y por eso se embarca en la palabra y rema ansioso hacia su propia infancia, al rescate de la inocencia perdida.
Sin embargo, Valle no es un poeta artesanal o literariamente ingenuo. No. Desde muy joven era ya un lector depurado y un creador cuidadoso. Ciro Alegría, en sus notas autobiográficas, recuerda que alrededor de 1928 “Valle Goycochea mostraba mucho apego a la preceptiva, aunque notábase que le hacía doler. Era como si se aplicara a sí mismo la regla de que la letra con sangre entra. Resultaba un condenado a galeras de metro y rima”. Una buena cantidad de sus primeros poemas, desechados luego por propia voluntad o consejo de algunos amigos, eran ceñidos romances y sonetos. Su estilo llano y coloquial, fue, por lo tanto, el resultado de una elección seriamente pensada y no, como creen algunos, el fruto en agraz de un escritor técnicamente desaprensivo. Valle perteneció al grupo de los “poetas nativistas” cuya característica fue esa controvertida, pero sencilla, manera de expresarse. Su poesía recupera una de las propuestas abiertas por el propio Vallejo en Los heraldos negros, se concilia en algún punto con la gama poética de Eguren, retoma el sabor pueblerino de Valdelomar y opta por un camino propio. En su Panorama de 1938, Estuardo Núñez enjuicia la obra de Valle Goycochea y de Alberto Guillén en los siguientes términos: “Pero, si ambos se apartan de las formas ya trilladas del romance hispánico, incurren, en cambio, dentro de su simplicidad para recoger la ingenua impresión lugareña, en cierto alejamiento del campo estrictamente poético. Sus poemas se aproximan sensiblemente a la prosa. La carga de su emoción se diluye en largos circunloquios descriptivos o enumerativos.” Como se ve, el buen maestro sanmarquino no logró categorizar en su momento los aciertos y desaciertos del poeta.

Un error frecuente en la valoración de Valle Goycochea es considerarlo como un “poeta para niños”, como sucede con Eguren. Es un error porque él no escribió su obra premeditando a los niños como destinatarios. Los temas, el tono, el aire de sus composiciones responden a hondas necesidades expresivas, a impulsos estrictamente subjetivos del poeta. Cualquier niño, adecuadamente cultivado, puede por cierto disfrutar de sus poemas, pero hacen mal los profesores y críticos calificando a Valle como un “poeta infantil”, pues tal criterio desvirtúa la esencia y el sentido de su obra. Valle escribió para todos, sin recetas, sin didactismo, con el único objeto de ofrecer el atribulado testimonio de un hombre de su tiempo. Por esta razón, la importancia de su obra, lejos de diluirse con el tiempo, se mantiene y acrecienta. En 1973, el maestro Alberto Escobar lo consignó en su ya clásica Antología de la poesía peruana editada por PEISA; en 1974 el INC publicó su Obra poética; y Ricardo Gonzáles Vigil lo ha considerado en un lugar de privilegio en su Poesía peruana del siglo XX, editada por Petroperú el año 2000.

Valle Goycochea fue, con todas sus limitaciones, un escritor de genuina vocación literaria. Junto con los escritores más importantes de su generación (los hermanos Peña Barrenechea, Luis Fabio Xammar, José Varallanos, Ciro Alegría, José María Arguedas, César Vallejo y el propio Eguren, entre otros) participó activamente en el desarrollo y modernización de la literatura peruana. El sendero estilístico de Valle Goycochea y de quienes lo acompañaron en su propuesta, explica y fundamenta, hoy mismo, la poesía “coloquial” de poetas como Efraín Miranda, el primer Marco Martos, Francisco Carrillo, Eleodoro Vargas Vicuña, y otros del interior del país. como el liberteño Angel Gavidia y el piurano José María Gahona.

Valle Goycochea murió de noche y atropellado por un carro. Y como Scorza y Heraud, anunció también su propia muerte. En Parva, ese maravilloso librito de poemas en prosa, publicado en 1938, incluyó uno titulado Biografía de la muerte, donde escribió: La muerte llegó de la noche y volvió a la noche y sigue girando por la vida: va de la luz a la sombra y de la sombra a la luz.