jueves, 20 de septiembre de 2007

EL ÚLTIMO NOÉ DELIRANTE DE ARTURO CORCUERA

La poesía de Arturo Corcuera resume, en cierta forma, las diversas propuestas estéticas de su generación (la del 60), incluso las de Luis Hernández y Juan Ojeda, con su tinte de iconoclastia y desencanto, a partir del cual las promociones subsiguientes buscarían nuevos temas y tonos para la poesía peruana. Desde Primavera triunfante hasta este Noé que hoy comentamos, la poética de Corcuera pasa por diversos registros formales y de contenido.

Sus poemas son sobria y peculiarmente musicales. Las rimas, las asonancias, el verso libre, recobran su vitalidad gracias a una constante renovación del lenguaje poético. Es la búsqueda de una escritura breve y directa, sostenida en un universo verbal ajustado, con precisión y sin reiteraciones, a las necesidades emotivas y conceptuales del poeta. Por ello, la obra de Corcuera no ha perdido vigencia; por el contrario, con el paso del tiempo, acrecienta su poderío semántico y estético.

Hay libros que son como muros infranqueables para sus propios autores. ¿Qué sentiría, por ejemplo, Gabriel García Márquez cuando se sentó a escribir el libro posterior a Cien años de soledad, o Rulfo después de Pedro Páramo? Lo más probable es que se sintieran cual agotados picapedreros ante una montaña de piedra volcánica. El Noé delirante, a contrapelo de lo que piensa su autor, es uno de estos libros. Es una especie de turbión, pues congrega y resume a todos los anteriores. Inicia, por lo tanto, una nueva y difícil estación en el quehacer creativo de Corcuera.

En el Génesis, la Biblia nos cuenta la historia de Noé y el Arca. Es la historia de lo que los hombres pensamos de nosotros mismos: somos indignos del dios creador y debemos, en consecuencia, ser borrados de la tierra. Salvo algunos: los justos, esos que poseen una mancha de luz y no merecen la muerte. A ellos es necesario salvarlos. Salvarlos junto a sus animales, cuya naturaleza y destino está libre del pecado. Salvarlos de morir asfixiados, de morir oprimidos por el agua del dolor constante y la lluvia de los agravios. La historia de Noé y el Arca es la agonía y la redención de nuestras propias vidas individuales.

Corcuera, sin embargo, no sigue este derrotero tan trágico y sombrío. Lo deslíe, sin borrarlo del todo, para ofrecernos más bien un libro luminoso, lúdico y esperanzador. En el Arca de Corcuera ocurre una historia interna, el poeta se solaza contemplando y desentrañando la naturaleza de los animales y las plantas, cantándole al amor, jugando con las palabras, inventando historias fabulosas. Pero este Noé invisible, tácito, que canta y cuenta, en una silenciosa travesía, no es tan idílico y fantasmal como el bíblico; está hecho de carne y hueso, pertenece a un tiempo, a una época, tiene un tono, una estructura mental para enjuiciar las cosas y el universo. Navegamos con él hacia la redención –sugiere el poeta – sin necesidad de ocultar las falencias y las virtudes del mundo que nos acompaña.

Este Noe sube al arca no sólo seres vivientes, si no también una cultura, una historia. Propone navegar con lucidez y valentía para que cuando el arca repose en tierra seca, los hombres y las bestias podamos vivir en paz. En la primera parte de su libro, Corcuera no sólo celebra la inmolación de la pirausta en la luz, los afanes mágicos del gallo que se convierte en veleta, las cabalgatas del otoño en su caballo de madera, la varonía del viento, haciéndonos sentir la alegría de vivir y soñar, sino que además recorta su fauna en siluetas de palabras y, luego, como en un caleidoscopio, las dispone para metaforizar su circunstancia. El tiburón y la sardina, por ejemplo, simbolizan al imperio norteamericano y a Cuba, respectivamente; el dragón y el oso a China y Rusia, en los tiempos de la guerra fría, pero no en una verbalización maniquea ni elemental, si no en una construcción donde prevalece la eficacia del lenguaje y el logro de la imagen. Soy testigo de cómo el poeta, en cierto momento, intentó eliminar estos poemas, por su referencia a situaciones históricas ya superadas. Algunos amigos le sugerimos que no lo hiciera, pues ellos han demostrado que se mantienen frescos y vigentes al margen de los temas y del contexto en que fueron concebidos.

La segunda parte es la más intima y vital. Despliega todas las estrategias técnicas del poeta, reúne cuentos, adivinanzas, caligramas, sonetos, y aun poesía puramente visual. Se trata del propio universo del poeta, de este Noé vivo y cantante, seguro de su voz y su mensaje. El verso de Corcuera esgrime unos matices de color y una tonalidad inconfundibles. Todo en él es economía, precisión, acierto y, sobre todo, certidumbre de haber llegado al meollo de sus asuntos. Tiene el don de colocar las palabras en el orden preciso y necesario para poner a flor de página un sentimiento, una idea, una emoción. Todo sustentado en un espíritu veraz. Antes que un artífice de la palabra, Corcuera se reconoce como el propietario de un gran amor y una humana verdad por compartir.

Esta sinceridad del poeta, este poner la sangre en cada uno de sus escritos, llega a su escala más alta en el libro tercero, Inauguración del otoño, y en el poema final, titulado Mi antiguo y nuevo testamento. Hacen mal ciertos críticos cuando quieren ver sólo al Corcuera que arroja y recoge, con sutileza de mago, los naipes de las palabras. Hay en él un poeta esencialmente humano, un ser que intuye las dimensiones del desastre, un juglar que llega a la tragedia y es capaz de asordinar su laúd para cantarla. En este libro se oye trotar a la muerte en forma de un caballo blanco; las raíces de los árboles y los muertos abruman el insomnio de los hombres; la tierra se hace infinita en las manos de los amantes; los pianos ocultan tristemente unas sonrisas, el hombre es un huésped de la noche, y la tierra una casa abandonada. Todo ello expresado en un castellano limpio y directo. Un castellano amamantado en la generación del 27, en Machado, en Blas de Otero, en Cernuda, sin dejar de aludir a versos precisos y polisémicos, donde los buenos lectores reconocerán pronto las sombras de Li Po y de Matsuo Basho.

El poema que cierra el Noé delirante quedará, sin duda, entre los mejores de la poesía peruana del siglo XX. Testimonio, autorretrato, confesión de parte, arte poética, todo eso es este hermoso poema. Prevalecerá, estoy seguro, junto al Twilight de Francisco Bendezú, al Globb Trotter de Washington Delgado, al Nocturno de Vermont de César Calvo, al Tristitia de Valdelomar, y al Idilio muerto de nuestro inmortal Vallejo, textos que considero el sumun de la lírica peruana.