A medida que pasa el tiempo, el nombre de Rigoberto Meza Chunga se acrecienta, y quienes fuimos sus amigos nos sentimos, como es natural, orgullosos de haber compartido con él innumerables jornadas, ya sea caminando por las calles de Piura o en la mesa de alguna picantería, a la vera de unas botellas de cerveza y del infaltable cebiche, sin los cuales no hay reunión piurana que valga la pena recordar. El Golfo fue el último mentidero donde recalé con él y con Houdini Guerrero, Sigifredo Burneo, Rafael Gutarra, y alguna vez con Genaro Maza y otros contertulios ocasionales. Houdini, Sigifredo y Rafael siguen yendo por allí, mientras que yo, autoexiliado, sigo deambulando a cientos de kilómetros de mi querida Piura, y volviendo a ella de vez en cuando, en pos de la entrañable resolana y la parlera música de nuestra gente.
Ahora, hasta se cuentan hechos “paranormales” de Rigoberto. Houdini refiere que en los días posteriores a su muerte, ocurrida el 23 de septiembre de l997, Rigoberto “se sentaba” a beber con ellos y que, cual espíritu chocarrero, les tumbaba las cervezas o “se manifestaba” de alguna forma para hacer sentir su presencia. Cuando nos encontramos en Piura, en algún momento de la conversación, aparece siempre el nombre de Rigoberto y nos entretenemos recordándolo y bebiendo en su memoria. En Lima, donde los escritores “consagrados” son remolones para reconocer a los escritores de provincias, Rigoberto Meza ya no es un desconocido. Ricardo Gonzáles Vigil, José Antonio Bravo, Oswaldo Reynoso, el extinto Washington Delgado, y varios otros, saben o sabían ya de quién se trata. Y es que los cuentos de Rigoberto, sus estudios literarios, sus leyendas y sus poemas tienen el halo y la plenitud del arte hecho con vocación e inteligencia creadora.
No recuerdo bien cuándo lo conocí a Rigoberto. Me parece que fue en 1973, en Talara, a donde yo había llegado junto con el poeta Víctor Mazzi Trujillo, desde Lima, invitado por otro amigo entrañable, el “negro” Idelfonso Niño Albán, quien a la sazón era profesor de la GUE Ignacio Merino de esa ciudad. Recuerdo vagamente las conversaciones entre Rigoberto, un poeta talareño que era admirador de Kavafis, Víctor Mazzi y yo. Rigoberto era mayor que nosotros y sus opiniones eran frontales y casi siempre las manifestaba como si no les diera mucha importancia. A mí, por ejemplo, me hizo notar mis excesos de “música nerudiana”, aunque luego pareció arrepentirse de haberlo dicho y cambió de conversación. Yo no había leído nada de él, sólo sabía que pertenecía al Grupo Literario Liberación, fundado por el poeta talareño Emilio Saldarriaga, en 1956. Tenía más bien la impresión de que Rigoberto era un ex obrero petrolero, anciano o ya fallecido como tantos otros de esa generación. Lo que más destacaba en él era su sinceridad, su buen sentido del humor, su inteligencia y su humildad. Nunca hizo nada para ponderar su obra o para que lo consideraran como un “escritor”.
Uno de mis olvidos imperdonables fue no consignar sus trabajos en mi antología Los Otros, panorama de la poesía piurana desde 1960. La antología salió en 1986, y tuvo buena acogida en Lima y otros lugares del país. Algunos poetas, entre ellos los hermanos Varillas y el propio Emilio Saldarriaga García, se enemistaron conmigo por no haberlos antologado. Rigoberto jamás me reclamó nada y, por el contrario, nuestra amistad, se hizo más frecuente a partir de aquellos años. Poco después conocería Estructuras, uno de sus mejores poemarios, y más tarde su vasta obra poética, destacable por la variedad de registros, la profundidad de sus imágenes, su sentido lúdico y su modernidad. Era extraño que un poeta como él, formado en la aridez de la provincia, tuviera tanta cultura literaria y tanta intuición para ofrecer planteamientos poéticos nuevos.
En realidad, Rigoberto era una caja de sorpresas. Una mañana lo encontré en su oficina de Miraflores resolviendo un problema algebraico, y entonces me enteré de una de sus pasiones: las matemáticas. Jugaba ajedrez, dibujaba, leía inglés, era calígrafo y, entre otras virtudes más, experto en asuntos de tecnología educativa. Como contador de chistes era sencillamente extraordinario, y no sólo eso: también los inventaba. “Los chistes –me dijo en cierta ocasión– tienen un esquema como los cuentos, y por lo tanto pueden crearse con cierta facilidad”. Rigoberto era una especie de renacentista, sostenía que el hombre debía dominar una ciencia, un deporte y un arte. Era además un borracho ejemplar, sólo bebía cerveza sin helar (padecía una afección bronquial desde niño), y nunca le faltó el respeto a nadie en sus prolongadas jornadas con Baco. La razón: Rigoberto podía beber navegables cantidades de cerveza sin perder la cordura.
Quiero referir la anécdota a la que alude el título de esta crónica, tan parecido al título de una obra de Mario Vargas Llosa. Era junio de 1996 y uno de mis trabajos de aquel entonces era escribir la sección literaria del suplemento dominical de El Tiempo. Buscaba un par de temas centrales y luego desarrollaba una columna tratando de hacerlo en “pastillas” para no aletargar al lector. Para cierto domingo escogí el tema “escritores y manías”, que me pareció interesante por el montón de locuras que se les ocurre a los escritores en el momento de ponerse a trabajar. Anoté que Gabriel García Márquez escribía siempre y cuando su mujer le pusiera en el escritorio un ramo de flores amarillas, papel blanco de 36 gramos y una máquina eléctrica con cinta negra; que Julio Ramón Ribeyro no podía escribir si no se rodeaba de una pila de libros y fumaba; que Hemingway no escribía sentado sino de pie; que Balzac escribía bajo el efecto de 20 tazas de café; y que Martín Adán no escribía en papel normal sino en el reverso del papel dorado que traen los cigarrillos, alisado pacientemente.
Me faltaba indagar entre mis amigos escritores de Piura. Al parecer, ninguno de ellos tenía una manía digna de anotarse en la crónica. Entonces me acordé de Rigoberto, y me fui a buscarlo a su habitación de Miraflores. Lo encontré, le dije el motivo de mi visita, y con la displicencia que a veces lo invadía me dijo: “yo no tengo manías”. Salí decepcionado y la crónica apareció sólo con las manías de los “famosos”.
Un mes después, en una calurosa tarde piurana, volví a la habitación de Rigoberto, lo encontré de mejor humor y escribiendo con una pluma fuente en un cuaderno de escolar. Le pregunté si estaba escribiendo algún cuento o novela, sorprendido de que lo hiciera a mano. “No – me respondió– estoy escribiendo Aura, la novelita de Carlos Fuentes, es buenaza”. Ante mi asombro, Rigoberto sonrió y me explicó: “Mira, cuando a mí me gusta un libro que leo, lo escribo todo entero en un cuaderno, me parece que así me compenetro con el autor y aprendo a escribir mejor”. Y me mostró varios cuadernos de esos apilados en un rincón.
¡Vaya, si no tenía una curiosa manía el buen Rigoberto!
El acabóse ocurrió una noche mientras atravesábamos el puente Sánchez Cerro, luego de habernos bebido una buena tanda de cervezas:
– He releído el Quijote, cada vez me gusta más... tanto que ya me están dando ganas de escribirlo en unos cuantos cuadernos. ¿Qué te parece?
Y rió, con su risa cachacienta y contenida.
3 comentarios:
Leer sobre Don Rigo, como muchas veces he odio llamarlo a Houdini gerrero, Rafael gutarra o Sigifredo burneo; me es encantador y sobre todo rconfortate. Mas cuando cuentan su anecdotas en el Golfo mientras atrevidamente, yo, con ellos nos tomamos unas chelas. Rigoberto Meza es un gran escritor y estoy seguro q sus libros, su vida literaria de verdero vate será reconocido más y más. Un abrazo Patriarca, que así los recuerdan siempre sus amigos los tres asesinos S,R y H-siempre les ogio contar raras anecdotas tambien sobre usted.
Rigo siempre me decía; soy hechura de mis amigos, hoy suena en mi memoria con más sentido esa frase, y es que leer al autor con tanto cariño como escribe de Rigo, ma he hecho acordar tantos momentos bellos pasados con él. Saludos y agradecimientos a nombre de la familia Meza desde Tumbes.
Manuel Meza
De casualidad, he visto en la red, que el poema TALARA, NO DIGAS YES, del poeta talareño, Emilio Saldarriaga Garcia, ha sido convertido en decima y atribuido a Nicomedes Santa Cruz. Protesto por esta innoble copia. Cuando estudiaba en la GUE IGNACIO MERINO, a inicios de los setenta, el poeta era director de la biblioteca municipal, y ya habia escrito ese poema y muchos mas.
Publicar un comentario