Me han sucedido muchas anécdotas con la poesía. Una de ellas es la que me pasó con un tal don Ricardo Martínez hace ya varios años, en Piura. Cuando lo conocí, yo tenía 17 años y acababa de ingresar a la Escuela Normal Superior de Piura, donde don Ricardo era bastante conocido. Era fotógrafo y a sus cuarenta años tenía todo el aspecto de un vagabundo al que no le importaban las apariencias. Andaba siempre con una áspera barba de varios días, el traje sucio y los zapatos decrépitos y enterrados. Sobre el pecho portaba un viejo estuche negro donde guardaba una destartalada cámara fotográfica. Era, sin embargo, muy simpático. Hablaba con mucha propiedad, con una voz reposada y siempre con una agradable sonrisa a flor de labios.
Apenas se enteró de que yo escribía poesía, nos hicimos amigos. Cada vez que nos encontrábamos me manifestaba su admiración, haciéndome saber, de alguna manera, que él también era poeta. “Pero no tan bueno, como usted”, acostumbraba decirme con su simpática sonrisita. Hasta ahora conservo dos fotografías que me hizo don Ricardo con mis compañeros de promoción. Aquella fue también la penúltima vez que nos vimos. La vida me llevó por esos rumbos donde se pierden o se obliteran rostros, sucesos y querencias.
Muchos años después, una tarde calurosa, regresaba yo a mi casa en el barrio de Pachitea. La puerta estaba abierta y encontré a un viejecito sentado en uno de los muebles de la sala. “El señor te está esperando”, me dijo mi esposa. Me costó reconocerlo, era don Ricardo Martínez. Estaba muy acabado, viejísimo, con una apariencia deplorable. Llevaba sobre el pecho, como siempre, el estuche de su inseparable cámara fotográfica. Me quedó mirando un rato sin atinar a decirme nada y luego esbozó su peculiar sonrisa. “¿Cómo está, poeta”, me dijo, “no se preocupe, me iré pronto, he venido sólo a pedirle un favor”.
Mi esposa nos preparó una limonada que bebimos mientras recordábamos nuestra amistad en la Escuela Normal. Luego se hizo un silencio, don Ricardo cerró los ojos y me dijo: “Mire poeta, resulta que el viernes de la semana pasada, estaba yo en mi cuarto, serían las dos de la mañana, cuando sobre mi mesa se hizo una gran luz; me había puesto a escribir las cosas que usted sabe, y entonces pensé que Satanás me estaba tentando…agarré un crucifijo, me dirigí hacia la luz y clamé ¡Vade Retro! …Bueno, la luz se fue por un rato, pero allí nomás volvió a encenderse más fuerte…Volví a coger el crucifijo pensando que todo era cosa del demonio y lo increpé nuevamente, recé la Salve de las Vacas y la oración de San Cipriano, la luz volvió a desaparecer…, pero no había pasado ni un segundo cuando volvió a encenderse, aunque esta vez en medio de la luz había un libro muy grueso, algo así como una Biblia, …Ah, no, dije yo, esto no es asunto del demonio, es cosa de Dios…entonces me arrodillé, le pedí perdón al señor y le dije con unción: Señor, hágase tu voluntad…Entonces escuché una voz potente y solemne, era la voz de Dios diciéndome: Martínez, he decidido revelarme de este modo para pedirte que seas tú quien escriba la Biblia nuevamente, pero esta vez en verso, hasta llegar a las mil seiscientas páginas; recuerda: mi palabra la escribirás con tinta verde y la palabra de Lucifer con tinta roja… Ah, pero además el prólogo se lo deberás pedir al poeta Alberto Alarcón…búscalo y dile que esa es mi voluntad”.
Entonces se puso de pie, abrió el estuche negro de su cámara fotográfica, y en vez de ésta extrajo un rollo de papel, de esos que usaban las antiguas máquinas registradoras. Cogió el extremo de la hoja y con un leve golpe de mano lo hizo rodar sobre el piso de la sala. El rollo estaba escrito con largos versos, en tinta verde y en roja. “ Esto que ve poeta, me dijo, es gran parte del Génesis, ya me falta poco para terminarlo…He venido para hacerle saber la voluntad de Dios, de modo que usted esté preparado para escribir el prólogo cuando yo termine mi tarea…será en unos cinco o seis meses más…no lo olvide, el pedido es de mil seiscientas páginas…”.
Me quedó mirando profundamente. Descubrí entonces, en lo hondo de sus ojos, el aleteo y el brillo de una triste locura. Consternado, lo tomé del brazo y le dije que estuviera tranquilo, que el prólogo a la nueva Biblia en verso se lo escribiría de todas maneras…sólo era cuestión de que él concluyera los textos.
Tomamos unos vasos más de limonada, luego don Ricardo se despidió con la satisfacción de quien ha cumplido con un deber impostergable. Desde el umbral de mi puerta, lo vi perderse en el fondo reverberante de mi calle, iba como una sombra lenta, andrajosa, pero seguramente feliz.
Apenas se enteró de que yo escribía poesía, nos hicimos amigos. Cada vez que nos encontrábamos me manifestaba su admiración, haciéndome saber, de alguna manera, que él también era poeta. “Pero no tan bueno, como usted”, acostumbraba decirme con su simpática sonrisita. Hasta ahora conservo dos fotografías que me hizo don Ricardo con mis compañeros de promoción. Aquella fue también la penúltima vez que nos vimos. La vida me llevó por esos rumbos donde se pierden o se obliteran rostros, sucesos y querencias.
Muchos años después, una tarde calurosa, regresaba yo a mi casa en el barrio de Pachitea. La puerta estaba abierta y encontré a un viejecito sentado en uno de los muebles de la sala. “El señor te está esperando”, me dijo mi esposa. Me costó reconocerlo, era don Ricardo Martínez. Estaba muy acabado, viejísimo, con una apariencia deplorable. Llevaba sobre el pecho, como siempre, el estuche de su inseparable cámara fotográfica. Me quedó mirando un rato sin atinar a decirme nada y luego esbozó su peculiar sonrisa. “¿Cómo está, poeta”, me dijo, “no se preocupe, me iré pronto, he venido sólo a pedirle un favor”.
Mi esposa nos preparó una limonada que bebimos mientras recordábamos nuestra amistad en la Escuela Normal. Luego se hizo un silencio, don Ricardo cerró los ojos y me dijo: “Mire poeta, resulta que el viernes de la semana pasada, estaba yo en mi cuarto, serían las dos de la mañana, cuando sobre mi mesa se hizo una gran luz; me había puesto a escribir las cosas que usted sabe, y entonces pensé que Satanás me estaba tentando…agarré un crucifijo, me dirigí hacia la luz y clamé ¡Vade Retro! …Bueno, la luz se fue por un rato, pero allí nomás volvió a encenderse más fuerte…Volví a coger el crucifijo pensando que todo era cosa del demonio y lo increpé nuevamente, recé la Salve de las Vacas y la oración de San Cipriano, la luz volvió a desaparecer…, pero no había pasado ni un segundo cuando volvió a encenderse, aunque esta vez en medio de la luz había un libro muy grueso, algo así como una Biblia, …Ah, no, dije yo, esto no es asunto del demonio, es cosa de Dios…entonces me arrodillé, le pedí perdón al señor y le dije con unción: Señor, hágase tu voluntad…Entonces escuché una voz potente y solemne, era la voz de Dios diciéndome: Martínez, he decidido revelarme de este modo para pedirte que seas tú quien escriba la Biblia nuevamente, pero esta vez en verso, hasta llegar a las mil seiscientas páginas; recuerda: mi palabra la escribirás con tinta verde y la palabra de Lucifer con tinta roja… Ah, pero además el prólogo se lo deberás pedir al poeta Alberto Alarcón…búscalo y dile que esa es mi voluntad”.
Entonces se puso de pie, abrió el estuche negro de su cámara fotográfica, y en vez de ésta extrajo un rollo de papel, de esos que usaban las antiguas máquinas registradoras. Cogió el extremo de la hoja y con un leve golpe de mano lo hizo rodar sobre el piso de la sala. El rollo estaba escrito con largos versos, en tinta verde y en roja. “ Esto que ve poeta, me dijo, es gran parte del Génesis, ya me falta poco para terminarlo…He venido para hacerle saber la voluntad de Dios, de modo que usted esté preparado para escribir el prólogo cuando yo termine mi tarea…será en unos cinco o seis meses más…no lo olvide, el pedido es de mil seiscientas páginas…”.
Me quedó mirando profundamente. Descubrí entonces, en lo hondo de sus ojos, el aleteo y el brillo de una triste locura. Consternado, lo tomé del brazo y le dije que estuviera tranquilo, que el prólogo a la nueva Biblia en verso se lo escribiría de todas maneras…sólo era cuestión de que él concluyera los textos.
Tomamos unos vasos más de limonada, luego don Ricardo se despidió con la satisfacción de quien ha cumplido con un deber impostergable. Desde el umbral de mi puerta, lo vi perderse en el fondo reverberante de mi calle, iba como una sombra lenta, andrajosa, pero seguramente feliz.
1 comentario:
Alberto: ¿Ya acabaste el Génesis?
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