No soy memorioso. Olvido fácilmente los detalles de los lugares donde estuve, las personas, los libros que leo o los acontecimientos vividos. Al mundo y los seres los veo siempre como nuevos. De mis lecturas - para hablar de lo que más me gusta – sólo me quedan sensaciones o imágenes. Cada vez que releo una novela, un cuento o un poema es como si lo hiciera por primera vez. Temo mucho a ciertas enfermedades, como el mal de Alzheimer, que lo obliteran todo. Las imagino como algo que convierte a sus víctimas en máscaras vacías o en cavernosos muñecos de papel maché.
Como el avaro con sus monedas, yo atesoro los pocos recuerdos que me quedan. Hoy quiero hacer algo que siempre he deseado: escribir los recuerdos más intensos de mi infancia, esos que con toda seguridad marcaron mi vida para siempre. Quiero, siguiendo la metáfora de Borges, dejarlos aquí como grietas (plenas de luz) en el muro del olvido.
Tengo dos recuerdos remotos. Los dos se los conté a mi madre. Me confirmó el primero, y del segundo me dijo que su ocurrencia era posible por la estructura de la casa donde vivíamos entonces. La casa era una más de la larga calle que daba hacia el mar. Era de madera y estaba sostenida por unos soportes que la separaban de la tierra para evitar la humedad.
En el primer recuerdo me veo en los brazos de mi madre, mi cabeza recostada entre su cuello y sus hombros. Es una mañana gris. Mamá está acompañada de varias mujeres, todas han salido de sus casas y miran hacia el mar. Hablan, murmuran con temor. La playa está inmensa, húmeda y luminosa; la orilla se ha retirado y unas aves oscuras vuelan veloces en el horizonte. Años después, mi madre me contó que esa mañana, ella y las vecinas del barrio, estaban asustadas ante el rumor de que habría un maremoto, pues el mar se había retirado más de lo acostumbrado y los pájaros volaban espantados. “Pero tú eras muy pequeño, no es posible que te acuerdes de eso”, me decía cuando le hablaba de este recuerdo.
El segundo es más íntimo. Estoy gateando en el patio interior de mi casa, rodeado de trastos, gallinas cenicientas y ropa colgada en un tendal. De pronto, levanto la cabeza, y observo hacia arriba, hacia la sala: por encima de la escalera que lleva hacia ella, veo la puerta abierta, el cielo muestra indicios de un crepúsculo incipiente y sobre una mesa arde la llama de un candil. Siento que no hay nadie, que se han ido todos, y me pongo a llorar. “Puede ser – me decía mamá – porque a esa hora nos íbamos a ver la llegada de los botes y a comprar pescado fresco para la merienda.”
Los dos recuerdos siguientes son de cuando yo tenía siete años de edad.
El primero ocurrió en la escuela. Una mañana, el maestro se dedicó a enseñarnos a ver la hora en un reloj hecho por él mismo. Era un círculo de cartón con números y manecillas de colores. Un alfiler y un corcho permitían marcar la hora. Al terminar la jornada, nos dejó como tarea hacer un reloj parecido y llevarlo a clase al día siguiente.
Olvidé de la tarea. Esa noche, en medio de la algarabía de mis hermanos, la pasé coloreando el dibujo de un tigre en mi cuaderno. De la tarea del reloj me acordé sólo al día siguiente, cuando iba a tomar el desayuno y faltaban escasos minutos para ir a la escuela. El corazón me dio un vuelco, pero no dije nada. Me colgué el bolso en el hombro y bajé las escaleras en silencio.
En el aula, lo primero que hizo el maestro fue pedirnos el reloj. Cuando tocó mi turno, lleno de temor, le dije que lo había olvidado y que por favor me diera permiso para traerlo. Me lo dio. Afuera, la mañana me pareció inmensa y me sentí triste y desconcertado. Había mentido. Mi madre se extrañó al verme llegar a deshora y como era obvio me preguntó el porqué. Le dije que el maestro me había echado de la escuela…para siempre. Grave error, y una mentira más. Mamá montó en cólera, se puso un traje de calle, me tomó de la mano y sin decir una sola palabra enrumbamos a la escuela.
No fuimos al aula, sino a la Dirección. Mamá estaba muy enojada, le dijo al director que cómo era posible que uno de sus maestros se permitiera expulsar a un alumno de esa manera tan disparatada. El director – pulcro, gordo, peinado con gomina y unos anteojos de carey impecables – hizo un gesto de sorpresa y le dijo: “Señora, esto lo veremos con el mismo profesor.” Y allá nos fuimos. La puerta del aula estaba abierta y el profesor nos vio llegar, entre curioso y sorprendido. Cuando entramos, mis compañeros se pusieron de pie. Sus caras eran signos de interrogación. Estaban tan serios como mi madre, el director, el maestro y yo.
Aclaradas las circunstancias, todo acabó con una sonrisa displicente del director, un gesto de rabia contenida de mi maestro, un sonrojo de vergüenza por parte de mi madre, mi cabeza gacha, y los cuchicheos de mis compañeros que no terminaban de comprender lo sucedido. Uno de los relojes de cartón sobre el escritorio del profesor marcaba las tres y media, pero mi alma estaba en un mundo sin tiempo, avergonzada de sus mentiras y temerosa de los castigos del maestro y de mamá. Una vez en casa, mamá me reprendió llorando, y el director al día siguiente, en un gesto de verdadero maestro, ordenó mi cambio al aula contigua.
El último recuerdo es la muerte de mi hermano Bienvenido. Yo tenía siete años y él diecinueve. Dormíamos juntos en la misma cama y él era el encargado de despertarme para ir a la escuela. La mañana de su muerte nos acabábamos de levantar; yo estaba poniéndome la camisa y él anudándose los zapatos. De pronto cayó al piso boca abajo, con los brazos abiertos y tirados hacia delante. Pensé que me estaba invitando a jugar y entonces me puse a cabalgar sobre él. En ese momento entró mi madre, la vi ponerse pálida y arrodillarse desesperada, moviendo hacia ella el rostro de mi hermano. Luego sólo recuerdo un extraño ajetreo de vecinos, el sonido de un auto que llegó para llevarse el cuerpo de mi hermano y allí nomás un silencio sin nombre arañando las paredes de mi casa. Yo no sabía qué era la muerte, sólo sentía a mi alrededor agitaciones, llantos, una alteración en los ritos cotidianos, y a mí mismo contemplando todo aquello en un desamparo total. En otro momento, miro por debajo de la mesa donde yace el ataúd de mi hermano. Ha comenzado el velorio. Bajo la sombra que proyecta la mesa, Panchito, el gato negro al que Bienvenido quería tanto, se encoge y maulla lastimeramente. Veo sólo los pantalones de los hombres y las piernas de las mujeres. Estoy sentado en algún lugar de la sala, llorando, envuelto en una pavorosa atmósfera de soledad. Ya no estará más el hermano para llevarme a jugar al fútbol en el postigo de la casa o hacer barcas de miniatura con palillos para botarlas al mar. Recuerdo los cendales de arena mientras el cortejo fúnebre marchaba hacia el cementerio. Recuerdo que estaba cayendo el sol y que el nicho donde metieron el cuerpo de mi hermano fue tapiado por unos muchachos con aire de pescadores. Uno de ellos, con una estaca, escribió el nombre y la fecha de su muerte sobre el cemento fresco. Los tengo grabados como una cicatriz ploma, indeleble.
Nunca volví a esa tumba, pero si quisiera podría regresar a ella aun con los ojos cerrados.
1 comentario:
Querido mentor y maestro, es un gusto leerlo una vez más un saludo carnicero, tambien quise conocer la tumba de mi padre hasta hoy..un saludo mi gran profe
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