lunes, 28 de abril de 2008

El gran espejo



Ricardo Virhuez, director de la Revista Peruana de Literatura, me ha hecho llegar la siguiente nota, que me parece interesante desde varios puntos de vista. Lamentablemente no comparto todas sus opiniones, pero eso será motivo para un post que pronto subiré a mi blog. Lo que sí considero necesario es debatir el tópico, ojalá mis lectores se animen a hacerlo. (AA)


El caso de Melissa Patiño, principalmente un caso contra los derechos humanos debido a la injusta privación de la libertad de la joven poeta, debería ser (si no lo es ya) el enorme espejo donde los escritores podemos mirarnos a la cara para reconocer nuestras falencias y los nuevos caminos que podríamos recorrer. Creo que en este espejo nos reflejamos como un rostro corroído por el individualismo (no por la individualidad, necesaria y consustancial a los creadores), el gesto del apolítico que encubre la mezquindad y, curiosamente, una malsana envidia que se pregunta cómo una joven poeta puede lograr tanta fama ("y yo no") o afirma sin tapujos que la poeta ahora deberá hacerse poeta (antes no lo era porque "yo no la conocía").


No se trata de anécdotas. Se trata de una forma de vida que ha convertido a los escritores en los seres marginales que son, y no en las personas creativas y solidarias que deberían ser. Seamos realistas. Publicar apenas 1,000 ejemplares para casi 30 millones de peruanos significa que nuestro ridículo tiraje apenas llegará al 0,003% de los lectores peruanos. Por tanto, es lógico que casi nadie haya leído nuestras obras. Salvo Vallejo o Arguedas o Vargas Llosa, los escritores peruanos somos unos tremendos desconocidos en puestro propio país. ¿Y vamos a darnos ínfulas cuando sólo somos sombras y fantasmas en el universo literario peruano?


Sigamos siendo realistas. En el Perú, es un delito no pagar derechos de autor. Y mal que nos pese, solo las grandes editoriales pagan derechos de autor. Las editoriales pequeñas, esas que fundaron a duras penas nuestros amigos, esas que publican nuestros libros y nos dan 50 o 100 ejemplares como si fueran "derechos de autor", esas editoriales cometen precisamente el delito que como escritores debería escandalizarnos: no pagan derechos de autor y encima nos embaucan con unos cuantos libros.Y quien comete un delito es un delincuente, no lo olvidemos. Pese a quien le pese, Alfredo Bryce cometió numerosas veces el delito de plagio, y es un delincuente, un plagiario, y lo sería en mayúsculas si fuera sentenciado por ello.


Ahora miremos a nuestros pequeños editores, esos que diagraman e imprimen nuestros libros a costos irrisorios, pero los venden a cinco o diez veces más sin gastar en publicidad, sin gastar en distribución, sin poner un centavo más al gran esfuerzo de pagar a la imprenta. Pero curiosamente son los mismos escritores quienes permitimos esta situación. Somos los escritores quienes creamos a nuestros propios monstruos, es decir a nuestros pequeños editores, y afirmamos sueltos de huesos que "por lo menos se ha publicado mi libro". Así es, no importa el delito, lo que importa es que "mi" libro sea publicado.


Podríamos presentar como justificación que si no fuera por estos pequeños editores, las grandes editoriales jamás hubieran publicado la mayoría de los libros peruanos que ahora sabemos que existen. Lo terrible es que esta afirmación puede ser cierta, pero decirlo implica reconocer en el pequeño editor (aquel que no paga derechos de autor) a un mal necesario.Por lo tanto, ¿qué impide que la exigencia del pago de derechos de autor sea el movilizador de una asociación de escritores realmente representativa? Ya lo es para los compositores, y les va muy bien. A este primer objetivo, podemos añadirle precisamente lo que motiva esta nota, que es la defensa de los derechos de los escritores como ciudadanos. Y un tercer añadido, la creación de un fondo editorial de tal magnitud que sea capaz de publicar grandes tirajes para llegar a un alto porcentaje de la población.


Seamos realistas, nuevamente. Salvo la experiencia de Manuel Scorza, no conozco otro esfuerzo editorial -ni en grandes ni en pequeñas editoriales- por llegar a amplios sectores del país. Nunca les ha interesado que la mayoría de nuestro pueblo acceda a la lectura. Y las agrupaciones de escritores, regionales y capitalinas, desde la defección de la Anea, han obedecido a objetivos extraliterarios: promoción personal o promoción empresarial de las pequeñas editoras. Por eso jamás se preocuparon -ni se preocupan ahora- por exigir los pagos de derechos de autor, por defender los derechos humanos de los escritores, ni por exigir la formación de un gran fondo editorial para la distribuición masiva de libros. El silencio de todos los gremios y agrupaciones de escritores sobre estos puntos (y sobre el caso de Melissa en particular) es elocuente.


Hace cinco años, cuando publicamos el primer número de la Revista Peruana de Literatura, lanzamos la idea de formar la Asociación de Escritores del Perú. Tuvimos cientos de adhesiones de escritores peruanos en todo el mundo. Pero fuimos claros en señalar que esta asociación debería ser representativa, es decir que realmente debería integrar a escritores dedicados a la literatura. La idea sigue pendiente de hacerse realidad. Pienso que si el caso de Melissa es nuestro espejo, es decir la muestra indubitable de nuestros errores y esperanzas, siempre estaremos a tiempo de enrumbar por los caminos necesarios a nuestra profesión u oficio, que es la literatura. No necesitamos de más escritores que desconozcan la solidaridad y elijan la soledad en lugar del esfuerzo colectivo. Creo que para vedetes ya tuvimos bastante. Por ello, miremos bien nuestro espejo. La mafia aprista en el poder apenas está comenzando. Ya formó paramilitares. Ya detuvo a una poeta echándose al bolsillo a jueces y fiscales. ¿Hay algo más que este gran espejo no muestre con claridad y contundencia? (Ricardo Virhuez, Revista Peruana de Literatura)

Papeles de Alberto Alarcón

Acabo de publicar mi último poemario Papeles del Bienvenido, que consta de 29 poemas y dos coplas introductorias. Es un libro que quiero mucho porque durante más de veinte años sus versos han hecho las veces de un siquiatra extraordinario. Ellos me han exorcizado y yo a ellos también. Lo presentaré dentro de poco en Trujillo, en la Casa de la Emancipación. A Pedrito Escribano del diario La República, quien se dejó caer por acá a propósito del Primer Festival Internacional de Poesía "César Vallejo", le regalé un ejemplar, y esta es la recensión que ha publicado en la sección cultural el domingo 27-04-08. La comparto con ustedes. Ya le devolveré el piropo al buen Pedrito con una nota sobre algo que él ha echado al olvido injustamente: Manuscrito del viento.




El poeta Alberto Alarcón (Piura, 1949) acaba de publicar en la ciudad de Trujillo Papeles del Bienvenido (Casa Nuestra Editores). Se trata de un breve poemario en el que el yo poético transfigura imágenes del amor, el tiempo, la muerte y, sobre todo, deja entrever cierto sentido fatal en la conciencia. En ese aspecto, por ejemplo, resultan reveladores los primeros versos del poema que abren el libro:
"No hay nadie. Solo el ocaso,/ que es una mancha violeta./ Hay tardes en que el planeta/ es la imagen del fracaso" (pág. 7).
En otro verso, se retrata: "Mi traza/ de gorrión maltratado a sotavento" (pág. 9).
Si bien hay imágenes que grafican la vida rutinaria, el hogar, la soledad por la ausencia de la amada, queremos subrayar la visión sobre la muerte: "Me miro desde el cielo raso/ todo es celeste:/ el sol mis pantalones las esquinas/ mi pelo y mi cuello cercenado/ sin moscas todavía." (pág. 37). Como se aprecia, un libro de poesía sobria y tensa.
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En la foto, Pedro Escribano en primer plano.

domingo, 27 de abril de 2008

UN COMENTARIO

Mauricio Villacrez es un lector mío a quien no conozco personalmente, sólo he leído su blog llamado La zona del shulca, al que llegué haciendo cliks en diferentes enlaces. Les trasmito a mis amigos su comentario sobre mi libro de sonetos La casa que habito cuando canto. Me resultó muy halagador, pero por sobre todo me demostró que los caminos de la poesía son también insondables y misteriosos. Aquí va:


Tengo algo curioso que agregar en esta sección además del poema de este mes: voy a contarles cómo llegó a mis manos. Yo suelo visitar con cierta frecuencia “mis” librerías y entre ellas se cuenta La Tertulia, que es el local de Librerías La Familia en el Centro Cultural PUCP de Camino Real. Bueno, pues resulta que había ido a comprar la revista que nos piden leer en el INIPUC (el infame Reader’s Digest) y cuando me acerqué al mostrador me encontré con un pequeño cerrito de libritos blancos. Como soy bien pero bien cachivachero no pude resistirme a revisar al paso uno de ellos. Le pregunté al pata que atendía la caja de qué se trataba el asunto (porque estaba en una sección en donde siempre colocan los volantes) y me dijo que me podía llevar uno, que eran gratis. Me lo metí en la mochila tras agradecer la transferencia y seguí mi camino. Durante horas no le di mucha bola al librito porque tenía que terminar con mis asignaciones del inglés; pero cuando volví por la noche, ya más relajado y con más tiempo, puede entregarme al secreto placer de la poesía. Qué les puedo decir, me gustó lo que leí… Pero me acabo de saltar al final.:-P Lo que pasó fue que no sabía por cual de los poemas comenzar al leer –uno diría que por el primero, pero yo quería añadir un poco de azar a mi vida aquella noche- y pensé que sería buena idea leer el poema 14 porque ese es el número del feliz día en que nací. ;-) Y me reafirmo: me gustó lo que leí. Es más, creo que es el mejor poema de la obra. Para serles sincero, no conocía nada del autor hasta entonces y aún ahora solo conozco de él lo que se menciona en la solapa del poemario. Ahora, sin más preámbulos, los dejo con el soneto 14 del poemario “La casa que habito cuando canto” del piurano Alberto Alarcón. Mis más vivas felicitaciones para la Mesa de Promoción Editorial de Trujillo por hacer posible que muchos lectores como yo tengan acceso a su grata poesía.


14


Qué hermosa es esta casa cuando vienes,
cuando se oye tu nombre cotidiano
y tu voz es la música de un piano
que columbra su aroma en las paredes.
***
Qué tibio este rincón cuando apareces
y tu vientre está al borde de mi mano.
Y ya no tengo que llamarte en vano,
pues te tengo en verdad y tú me tienes.
***
Qué alegre este balcón cuando retornas
y esta rústica puerta hecha de sombras,
donde crecen los musgos de mi espera.
***
Y mi amor en la verja oyendo el viento,
como hacen ciertos pájaros que, oyendo,
saben si ha vuelto o no la primavera.


TESTIMONIO Y POEMAS

Pintura de Óscar Alarcón


Se marcharon ya los tiempos de mi estancia en la tierra. Los que estuvieron poblados por altas montañas, bosques en llamas y seres encendidos cuyas innumerables manos abrían los roquedales de la sombra al acoso del alba.

En esa tierra canté de acuerdo a los códigos del tiempo, pronuncié la palabra azul de los desesperados y anuncié el advenimiento de la dicha. Por entre sus árboles anduve a la vera de Nazim Hikmet, Blas de Otero, Juan Gonzalo Rose, Vallejo, Atila Joszef y tantos otros. Era el tiempo del canto rebelde, hora de la poesía que es limo y relámpago, fragor, encantamiento, toro, y cendal que baja de las alturas hacia el mar. Hasta el amor se parecía a las piedras, los pájaros eran llamaradas y el viento lamía las llagas de los desgraciados.

Esa fue la temperatura de mis primeros versos. Tenían fiebre de cíngaro, sabor a las calles de Madrid en 1937, aromas de Góngora y de Lope. Nunca he renegado de ellos, pues con ellos se agrandó mi voz, se templó mi canto, y supe que algo sutil y tembloroso, al otro lado de sus palabras, me esperaba. Fueron y son mis versos amados. Los llevo siempre conmigo para que me recuerden mis deberes de pájaro terrestre, mi estirpe de pescador, de albañil, de zapatero.

La poesía es decurso que ocurre en la médula de la carne y la emoción. Por eso mis poemas de ahora simulan la antonimia de los que escribí en mi primera juventud. Pero eso es sólo un espejismo, un juego de manos sobre un sombrero de copa.

El amor no se mira en los espejos. Viene del hombre y en todas sus esferas es el mismo: irreductible. Incoercible. Necesario. Podría decir que mis versos de ahora son la metáfora de los primeros: una paloma sobre un número, una rosa sobre el filo de una navaja, el latido de un corazón en lo hondo de la tierra. Los atraviesa de extremo a extremo el viento del amor. Pero no el del amor plácido y solar, sino más bien el viento del amor atormentado. El de ese amor que baja y sube por nuestros huesos como una flor con espinas, o ése que dijo Lezama, el del rey ciego que ignora que ha sido destronado y muere cosido suavemente a su soledad nocturna.



PREGUNTO POR MI PATRIA

Y pregunto, pregunto por mi patria
Wáshington Delgado

¿De qué tamaño,
con qué rostro va mi patria,
por qué mares conduce su rosa de amarguras,
por qué tierras,
por qué montes
alza su amor herido
o va con su bandada de pájaros azules?

Yo pregunto, pregunto por mi patria.

¿Será ese mar que crece y me sepulta
en sueños?
¿Será esa novia muerta que busca caracolas
para guardar en ellas
palabras, alaridos, rumores de fantasmas?
¿Será esa mano cruel que arroja en mi ventana
cadáveres ardiendo?
¿Será ese hombre que afila sus cuchillos?
¿O aquel que ve caer la mustia tarde
de su prisión primera?
¿O esta sal en mis ojos?
¿O estas ganas acaso de arrancarme la lengua
y no hacer más preguntas ni balbucear poemas?

Yo pregunto, pregunto por mi patria.

Es duro pronunciar un nombre cierto,
Decirle pan al pan y al vino vino
Cuando en la boca un túmulo de sangre nos acalla.
Más duro si nos hinchan los párpados con héroes
Cuyos caballos beben de nuestro llanto inmenso
Y sus espadas brillan dejándonos sin sombra.
Y mientras nos aturden sus largos apellidos,
Nosotros, los oscuros, pelícanos enfermos,
Vamos de playa en playa, buscando entre las piedras
Dónde tender las plumas y abrevar el silencio.

Yo pregunto, pregunto por mi patria.

Pregunto dónde habitan sus relámpagos puros,
Dónde crece la torre de su esperanza,
Dónde guarda el diamante de sus días redentos,
Dónde esconde los ojos con que ha de ver mañana.
Pregunto en qué trinchera
Está el lanzón ardiendo de sus hombres futuros,
En qué alto campanario
Amontona con rabia su carbón de blasfemias.
Pregunto por el aire de su risa.
Pregunto por el pan sobre sus mesas.
Pregunto en qué ribera las muchachas
Le lavarán las fúlgidas mantas de su dicha.
Pregunto si los hijos de mis hijos
Tocarán su estatura verdadera.

Yo pregunto, pregunto por mi patria.

Yo pregunto en mitad de las tinieblas.





LA QUINTA


En estos tiempos no caen ya castañas
Y el otoño es un gris electricista
Que ha llegado a su tiempo y nos instala
Una estufa doliente y desgastada
En las viejas paredes de esta quinta.

Ya no hay elfos y a nadie se le ocurre
Irse a ver un zorzal junto a un estanque.
Un avión no es más triste que una nube
Y en la paz un pichón se rasca implume
Sin saber qué pensar de tanta sangre.

Se rompieron, mi amor, las panderetas
Y el pescante aguardando entre faroles.
Desnudarnos los dos no es una fiesta
Pues la noche se ha vuelto tan siniestra
Que hasta asustan los besos y las flores.

Ya no es tiempo tampoco que te diga
Estas cosas, amor, con mi guitarra.
Pero es que tiene que oírse en esta quinta,
Mientras la luz de la luna se despinta,
Aunque sea el chirriar de una cigarra.





VEN...

Ven. Pon tus manos aquí. Este es uno
de los muchos y blancos huesos de la Muerte.
¿Lo ves? Es el más antiguo de todos.
Ralla con él hasta formar una niebla impenetrable
Y duérmete bajo su lámpara. Defiéndela. No dejes que se quiebre.

Ahora ven acá. Mira esta rosa.
Es toda la Vida que se ha quedado inmóvil
Para que no te embriaguen sus pétalos y puedas
Contemplarla o tocarla.
Entra en ella y sé un elfo de su aroma
O descifra las infinitas voces
Que ululan en su rojo laberinto.

Esta cesta de manzanas es el Amor. Mira sus formas.
¿Ves cómo el crepúsculo y la hierba
Se han unido para exornar sus cuerpos?
Las esculpe un hontanar de sangre inmarcesible
Y caen de pronto en tus manos sin que puedas sostenerlas.
Tómalas, nada más. Las que cayeron, déjalas.
No te interpongas en su tránsito a lo invisible.

Y este árbol en llamas es la Verdad.
Mas lo que quema son sus hojas y el fuego lo quemado.
¿Sientes el hielo de su luz?
Lo que crepita es la Duda y la Mentira. Son sus pájaros.
Bajo su sombra no hay sosiego
Y sus frutos caen en sentido contrario, hacia la Noche.
Es mejor que no lo toques. Pasa de largo.



ODA AL SONETO


GLORIOSA cárcel del reo delirante,
Murallón con sus catorce alabarderos,
Geometría del espacio, burladeros
Del toro azul y el torero desafiante.

Viejo panida, mecánico y errante
De mundo a mundo; ábrego con luceros,
Caballito de la mar de los joyeros,
Semana doble y sin luna del amante.

Tambor fantasma, rumor de los rumores,
Trigo al que cuidan espanta-ruiseñores,
Clavel verdugo, sermón ajusticiado,

Yo, mal Quijote, te rindo mi armadura,
Querer libar en tu flor fue mi locura
y batallar contra ti, mi peor pecado.



COMO LOS PECES

Los peces no transitan por el agua.
Son el agua.

Como nosotros - transparentes, invisibles-
Al borde de no ser sobre una piedra
Que crece amamantada por la noche.

No nos hace el amor.
Somos más bien su carne que se apaga,
Larvas donde la luz combate la hecatombe
Y la vida no tiene semejanza.

Como los peces, sin embargo,
Nos miramos
Porque el agua nos hace transparentes,
Porque el agua - creyéndonos reales-
despliega su locura en nuestras pieles
E intenta separarnos
Con un cuchillo rojo inútilmente.

Como los peces: nosotros, los amantes.

EN EL MURO DEL OLVIDO

A Bienvenido, mi hermano.

No soy memorioso. Olvido fácilmente los detalles de los lugares donde estuve, las personas, los libros que leo o los acontecimientos vividos. Al mundo y los seres los veo siempre como nuevos. De mis lecturas - para hablar de lo que más me gusta – sólo me quedan sensaciones o imágenes. Cada vez que releo una novela, un cuento o un poema es como si lo hiciera por primera vez. Temo mucho a ciertas enfermedades, como el mal de Alzheimer, que lo obliteran todo. Las imagino como algo que convierte a sus víctimas en máscaras vacías o en cavernosos muñecos de papel maché.

Como el avaro con sus monedas, yo atesoro los pocos recuerdos que me quedan. Hoy quiero hacer algo que siempre he deseado: escribir los recuerdos más intensos de mi infancia, esos que con toda seguridad marcaron mi vida para siempre. Quiero, siguiendo la metáfora de Borges, dejarlos aquí como grietas (plenas de luz) en el muro del olvido.

Tengo dos recuerdos remotos. Los dos se los conté a mi madre. Me confirmó el primero, y del segundo me dijo que su ocurrencia era posible por la estructura de la casa donde vivíamos entonces. La casa era una más de la larga calle que daba hacia el mar. Era de madera y estaba sostenida por unos soportes que la separaban de la tierra para evitar la humedad.

En el primer recuerdo me veo en los brazos de mi madre, mi cabeza recostada entre su cuello y sus hombros. Es una mañana gris. Mamá está acompañada de varias mujeres, todas han salido de sus casas y miran hacia el mar. Hablan, murmuran con temor. La playa está inmensa, húmeda y luminosa; la orilla se ha retirado y unas aves oscuras vuelan veloces en el horizonte. Años después, mi madre me contó que esa mañana, ella y las vecinas del barrio, estaban asustadas ante el rumor de que habría un maremoto, pues el mar se había retirado más de lo acostumbrado y los pájaros volaban espantados. “Pero tú eras muy pequeño, no es posible que te acuerdes de eso”, me decía cuando le hablaba de este recuerdo.

El segundo es más íntimo. Estoy gateando en el patio interior de mi casa, rodeado de trastos, gallinas cenicientas y ropa colgada en un tendal. De pronto, levanto la cabeza, y observo hacia arriba, hacia la sala: por encima de la escalera que lleva hacia ella, veo la puerta abierta, el cielo muestra indicios de un crepúsculo incipiente y sobre una mesa arde la llama de un candil. Siento que no hay nadie, que se han ido todos, y me pongo a llorar. “Puede ser – me decía mamá – porque a esa hora nos íbamos a ver la llegada de los botes y a comprar pescado fresco para la merienda.”

Los dos recuerdos siguientes son de cuando yo tenía siete años de edad.

El primero ocurrió en la escuela. Una mañana, el maestro se dedicó a enseñarnos a ver la hora en un reloj hecho por él mismo. Era un círculo de cartón con números y manecillas de colores. Un alfiler y un corcho permitían marcar la hora. Al terminar la jornada, nos dejó como tarea hacer un reloj parecido y llevarlo a clase al día siguiente.

Olvidé de la tarea. Esa noche, en medio de la algarabía de mis hermanos, la pasé coloreando el dibujo de un tigre en mi cuaderno. De la tarea del reloj me acordé sólo al día siguiente, cuando iba a tomar el desayuno y faltaban escasos minutos para ir a la escuela. El corazón me dio un vuelco, pero no dije nada. Me colgué el bolso en el hombro y bajé las escaleras en silencio.

En el aula, lo primero que hizo el maestro fue pedirnos el reloj. Cuando tocó mi turno, lleno de temor, le dije que lo había olvidado y que por favor me diera permiso para traerlo. Me lo dio. Afuera, la mañana me pareció inmensa y me sentí triste y desconcertado. Había mentido. Mi madre se extrañó al verme llegar a deshora y como era obvio me preguntó el porqué. Le dije que el maestro me había echado de la escuela…para siempre. Grave error, y una mentira más. Mamá montó en cólera, se puso un traje de calle, me tomó de la mano y sin decir una sola palabra enrumbamos a la escuela.

No fuimos al aula, sino a la Dirección. Mamá estaba muy enojada, le dijo al director que cómo era posible que uno de sus maestros se permitiera expulsar a un alumno de esa manera tan disparatada. El director – pulcro, gordo, peinado con gomina y unos anteojos de carey impecables – hizo un gesto de sorpresa y le dijo: “Señora, esto lo veremos con el mismo profesor.” Y allá nos fuimos. La puerta del aula estaba abierta y el profesor nos vio llegar, entre curioso y sorprendido. Cuando entramos, mis compañeros se pusieron de pie. Sus caras eran signos de interrogación. Estaban tan serios como mi madre, el director, el maestro y yo.
Aclaradas las circunstancias, todo acabó con una sonrisa displicente del director, un gesto de rabia contenida de mi maestro, un sonrojo de vergüenza por parte de mi madre, mi cabeza gacha, y los cuchicheos de mis compañeros que no terminaban de comprender lo sucedido. Uno de los relojes de cartón sobre el escritorio del profesor marcaba las tres y media, pero mi alma estaba en un mundo sin tiempo, avergonzada de sus mentiras y temerosa de los castigos del maestro y de mamá. Una vez en casa, mamá me reprendió llorando, y el director al día siguiente, en un gesto de verdadero maestro, ordenó mi cambio al aula contigua.
El último recuerdo es la muerte de mi hermano Bienvenido. Yo tenía siete años y él diecinueve. Dormíamos juntos en la misma cama y él era el encargado de despertarme para ir a la escuela. La mañana de su muerte nos acabábamos de levantar; yo estaba poniéndome la camisa y él anudándose los zapatos. De pronto cayó al piso boca abajo, con los brazos abiertos y tirados hacia delante. Pensé que me estaba invitando a jugar y entonces me puse a cabalgar sobre él. En ese momento entró mi madre, la vi ponerse pálida y arrodillarse desesperada, moviendo hacia ella el rostro de mi hermano. Luego sólo recuerdo un extraño ajetreo de vecinos, el sonido de un auto que llegó para llevarse el cuerpo de mi hermano y allí nomás un silencio sin nombre arañando las paredes de mi casa. Yo no sabía qué era la muerte, sólo sentía a mi alrededor agitaciones, llantos, una alteración en los ritos cotidianos, y a mí mismo contemplando todo aquello en un desamparo total. En otro momento, miro por debajo de la mesa donde yace el ataúd de mi hermano. Ha comenzado el velorio. Bajo la sombra que proyecta la mesa, Panchito, el gato negro al que Bienvenido quería tanto, se encoge y maulla lastimeramente. Veo sólo los pantalones de los hombres y las piernas de las mujeres. Estoy sentado en algún lugar de la sala, llorando, envuelto en una pavorosa atmósfera de soledad. Ya no estará más el hermano para llevarme a jugar al fútbol en el postigo de la casa o hacer barcas de miniatura con palillos para botarlas al mar. Recuerdo los cendales de arena mientras el cortejo fúnebre marchaba hacia el cementerio. Recuerdo que estaba cayendo el sol y que el nicho donde metieron el cuerpo de mi hermano fue tapiado por unos muchachos con aire de pescadores. Uno de ellos, con una estaca, escribió el nombre y la fecha de su muerte sobre el cemento fresco. Los tengo grabados como una cicatriz ploma, indeleble.

Nunca volví a esa tumba, pero si quisiera podría regresar a ella aun con los ojos cerrados.

sábado, 26 de abril de 2008

MIS DOMINGOS

No me gusta el domingo. Prefiero ver el mundo en movimiento y no con calles solitarias y gentes encerradas en sus casas, como ocurre cuando llega este día. Desde pequeño, los domingos me producen una enorme tristeza, sobre todo por la tarde, cuando el silencio es una invasión poderosa y el tiempo parece una piedra gris e inmóvil que trasmite la sensación de una angustia irremediable.

Hubo una época, sin embargo, en que esperaba ansioso la llegada del domingo. Fue cuando me enamoré de mi prima Isabel. Era hermosa y llegaba a visitarnos los domingos, junto con mi tía Peto y mi primo José. La recuerdo con su falda blanca y su bincha celeste entrando a mi casa con la rozagante alegría de sus dieciséis años. La esperaba temblando. Para ella me ponía mis mejores trajes y me acicalaba con la secreta esperanza de que se enamorara de mí. Isabel sospechaba de mis intenciones, pero las capeaba muy bien. Hablaba y jugaba conmigo, me coqueteaba, pero cuando estábamos a punto de quedarnos solos siempre tenía un pretexto para evitarlo. Por la noche, luego de una larga sobremesa, regresaba a su casa dejándome el lúbrico recuerdo de sus labios carnosos, la luz de sus piernas torneadas y el tintineo de su risa. La soledad del domingo volvía entonces con toda su carga de pensamientos sombríos y frustraciones.

Por ella y sus despedidas que me desgarraban, la tarde y la noche de los domingos me parecen ahora más melancólicas que el resto de ese día. En esos momentos invade mi memoria un vuelo de tijeretas en el viejo puerto, la ventana solitaria de mi cuarto de colegial y el ruido del viento que bajaba desde los cerros y golpeaba los árboles frente a mi casa. Puede ser también por algún remoto domingo en que viví tal vez una inesperada alegría junto a mi hermano Bienvenido, cuya muerte convierte esa alegría en este inexplicable dolor de los domingos. O por la inminencia de los lunes, que significaba ir a la escuela con el sueño apenas despabilado o la mala conciencia de alguna tarea incumplida.

Conjuro mi tristeza dominical escribiendo poesía. De joven, me encerraba en mi cuarto y escribía poemas de amor a Isabel, poemas que ella nunca leyó. Con el tiempo, cuando decidí convivir con mi vocación literaria y la tirantez de mis trabajos alimentarios, escogía los domingos para escribir. Mi esposa y mis hijos hacían su rutina en el primer piso de la casa, y yo, en el segundo, frente a una vieja máquina de escribir, contaba sílabas y me entregaba a la embriaguez de las palabras. Ahora, ya separado de Nelly, sin ninguno de mis hijos cerca, lobo de fiordos en una solitaria habitación de la ciudad, vuelvo a conjurar mis domingos escribiendo poesía. Cuando se escribe, las manecillas del reloj ya no hacen daño. El tiempo y el poeta se van por distintos caminos, cada cual con su locura y sus fantasmas.

viernes, 25 de abril de 2008

UNA ENTREVISTA CON JUAN JOSÉ VEGA

En septiembre de 1985 tuve la oportunidad de entrevistar al destacado historiador peruano Juan José Vega en la ciudad de Piura. Acababa de dictar una brillante conferencia en el Club Grau, invitado por la Comisión de Cultura del Concejo Provincial de esa localidad. No leyó, simplemente se puso delante del micrófono y con una oratoria académica impecable desplegó, durante dos horas, sus amplios conocimientos sobre la historia piurana, en especial aquella referida a los primeros momentos de la conquista española. Al terminar lo abordé para solicitarle una entrevista, y él con la sencillez que lo caracterizaba aceptó. El texto lo publicó “Noval” (Año II Nro 4) , una revista pedagógica que publicaban por entonces Lucho Vélez, su esposa Carmen Mendoza y la profesora Luz Gallo. Veintidós años después vuelvo a ver el texto: el papel bulki y el mimeógrafo han soportado penosamente todo este tiempo, por lo que me dispongo a transcribirlo. Juan José Vega (Lima, 1932) murió el 8 de marzo del 2,0003 luego de una prolongada y fructífera vida dedicada a devolverle a los peruanos su “verdadera historia”.

AA.- Ser profesor de historia o catedrático de la materia en alguna universidad es cosa relativamente fácil, pero dedicarse a la investigación histórica con la pasión que usted lo hace requiere, supongo, una motivación más profunda. En su caso ¿cuál ha sido esta motivación?

JJV.-Es una pregunta difícil de responder, como todo lo humano. Pero creo que lo hago porque me place, me siento muy satisfecho con esto. Paralelamente considero que impulsa esa felicidad en el trabajo que hago el hecho de estar convencido de que al pueblo peruano debe dársele su historia verdadera, esa historia que ha sido ocultada durante siglos por una oligarquía que jamás quiso enseñar al pueblo del Perú su epopeya, su gesta, sus luchas.

AA.- ¿Cree usted entonces que se ha ejercido una visión clasista de nuestra historia?

JJV.- Clasista y racista, porque nuestra historia ha sido hecha fundamentalmente por el sector criollo del país, con menoscabo y desprecio, y a veces hasta odio, por los sectores oprimidos: quechua, aimara, negro y otros más.

AA.- ¿Quiénes fueron los representantes de semejante visión histórica, doctor Vega? ¿Podría señalar algunos nombres?

JJV.- Básicamente quienes han discriminado, quienes han segregado, han sido muchos de los grandes “patriarcas” de la historia peruana; si se me pide un nombre, por ejemplo, diría Riva Agüero. Cuidado, no estoy negando su calidad académica, no estamos discutiendo ni la inteligencia, ni la erudición, ni la calidad literaria de Riva Agüero.

AA.- ¿Porras también?

JJV.- Porras está en esa lista, aunque en tono menor, pero igualmente su desprecio al indio flota en esa última obra suya sobre Pizarro.

AA.- ¿Y quienes han estado en la posición contraria, en la posición de rescate de una historia genuina y equilibrada?

JJV.-El portaestandarte tal vez sería Luis E. Valcárcel. A nivel de textos escolares cumplió una tarea importante don Atilio Sivirichi. Naturalmente Francisco Loayza. Diríamos que quienes empiezan a reivindicar a Túpac Amaru empiezan una tarea de revisión de la historia del Perú. Está también Luis Eguiguren que tiene un prólogo (¡vaya con el prólogo!) de noventa páginas a la famosa crónica de Melchor de Paz, el secretario de los virreyes que escribió una versión sobre la insurrección tupacamarista.
Hay que mencionar a Del solar, que es autor de la primera obra sobre Túpac Amaru y que constituye ya un enfoque diferente. Habría que mencionar sin duda el luminoso artículo de Haya de la Torre en 1924, muy poco conocido, casi nada divulgado en donde plantea en términos absolutamente radicales una orientación distinta en el estudio de nuestro pasado.

AA.- A propósito, una de las facetas de la vida intelectual del Dr. Luis Alberto Sánchez ha sido el ejercicio de la historia. ¿Cómo lo califica usted en ese terreno?

JJV.- Bueno, Luis Albertro Sánchez es un hombre de gran erudición, pero que no ha trabajado frecuentemente con las fichas a la mano. Es un hombre que cita de memoria, y él tiene una formidable memoria, pero desgraciadamente es un ser humano. Creo, sin embargo, que en Sánchez, más que buscar el dato perfecto, cronológico, hay que buscar la interpretación general que pueda dar sobre muchos problemas.

AA.- Y en cuanto a usted Dr. ¿Cuáles son las bases de su método de trabajo?

JJV.-Mi método de trabajo consiste, primero (sonríe) en malograr mis libros: los garabateo, los marco, los subrayo, los escribo, los engrapo…a veces los rompo; si el libro es barato no copio fichas, porque una secretaria por muy cara que sea siempre puede equivocarse; compro dos o tres ejemplares del mismo libro y me quedo con uno con mi propio índice, y el resto lo parto para tener fichas directas. Ficho mucho, eso permite tener un material acumulado.

AA.- ¿Sus libros los escribe pensando en un tipo de lector?

JJV.- Yo siempre he querido escribir para todos, creo que he tratado de dar una versión que sea accesible a todos y el lenguaje que empleo es muy llano, muy sencillo, trato además de poner la presencia del pueblo y la contradicción de las clases sociales. Y colocarme un poco en la perspectiva de quien está inmerso en la época y el medio que pretende describir.

AA.-En la actualidad existen trabajos sobre aspectos muy específicos, yo diría que excesivamente focalizados en temas importantes, económicos por ejemplo, pero que no apuntan a develar una conciencia histórica en el pueblo peruano.

JJV.- Fundamentalmente he querido dar, repito, una interpretación de las luchas del pueblo del Perú en todas las etapas. No he concebido la importancia económica desde el ángulo que tanto apasiona a algunos autores. Realmente jamás me he preocupado por el precio de los fletes en el mar Báltico durante la segunda mitad del siglo XVII o cuánto costaba una arroba de papas en Piura en el primer tercio del siglo XVIII.

AA.- ¿Es una alusión directa a Eraclio Bonilla?

JJV.- Sí, sí, a él y a muchos más, lo cual no significa desmerecer el trabajo, o sea respeto totalmente la calidad académica, pero lo encuentro fuera de época todavía. Lo que el pueblo quiere ahora es tener dignidad y la oligarquía peruana ha sepultado esa dignidad. Hay que enseñarle al pueblo lo grande que fue.

AA.- ¿Concibe usted entonces la historia como un instrumento de denuncia y esclarecimiento?

JJV.- La historia tiene un objetivo concreto, que es ése para mí.

AA.- Una pregunta que usted habrá respondido muchas veces, pero que ahora me gustaría formulársela es la siguiente: ¿Cómo tipifica usted el imperio incaico? ¿Qué era el imperio incaico realmente?

JJV.-Era una sociedad clasista evidentemente.

AA.-¿Decididamente clasista?

JJV.- Sí, sí, por cierto, era una aristocracia muy vertical, pero eficaz.

AA.- ¿Una cáfila de hombres felices, como afirmaba Baudin?

JJV.- No creo que tan felices, pero por lo menos con un mínimo de subsistencia, bajo la dirección de una aristocracia eficaz, inteligente, diríamos hasta laboriosa.

AA.- ¿Se ha distorsionado mucho el imperio incaico?

JJV.- Muchísimo, hay mucha “literatura”. Los incas eran hombres y gobernaban en forma omnímoda sobre sus vasallos, no solamente ellos sino también las castas que habían gobernado anteriormente en Chavín o Mochica, y naturalmente en las comunidades sojuzgadas por el Cuzco. Los tallanes también tuvieron una organización clasista y vertical.

AA.-Dr. Vega ¿Qué lo llevó a interesarse por el estudio de la vida y la acción revolucionaria de Túpac Amaru?

JJV.-Quizá el hecho de considerar a Túpac Amaru el personaje peruano más importante de la historia universal. No hemos dado otro hombre como él nunca.

AA.- ¿Ni cuando la rebelión de Juan Santos Atahualpa?

JJV.- Es importante, pero no llega a la dimensión de la rebelión tupacamarista. No olvide usted que la revolución de Túpac Amaru mueve batallas en un ámbito geográfico muy amplio, en lo que ahora son seis países americanos, y no estamos hablando de conspiraciones. Caen 120,000 en la lucha y además se extiende por un lapso cronológico de más de dos años.

AA.- Hay historiadores que creen que Túpac Amaru no tenía las mejores intenciones en caso de triunfar…

JJV.-Él quería ser rey, pero eso era lo normal en esa época. No se le puede pedir bolchevismo a Túpac Amaru en el siglo XVIII. El es un aristócrata que se siente obligado a servir a su pueblo en la vieja línea ideológica de los incas, los waqchacullas, es decir los amadores de los pueblos.

AA.-Y entre San Martín y Bolívar, ¿ a favor de quién vota usted?

JJV.- Sin negar méritos a San Martín, a quien con toda justicia se le conoce como el Santo de la Espada, Bolívar es un genio a quien, creo, le quedó chica América.

AA.- Usted ha declarado en algunas ocasiones que la República no es precisamente uno de sus fuertes. ¿Me equivoco doctor?

JJV.-No me agrada mucho la república. Prefiero muchísimo más las luchas coloniales o naturalmente las de la etapa incaica.

AA.- Doctor Vega, usted estuvo bastante vinculado a la Junta Militar de Gobierno durante el velascato…

JJV.- No tanto como eso. Fui profesor de muchos de los participantes en el sistema militar. Después ocupé una posición en los periódicos, en El Comercio y Expreso donde actué con una línea aperturista como consta en esos diarios de la época.

AA.-Si tuviera que definir ese proceso militar en unas pocas palabras, ¿cuáles escogería usted?

JJV.- Falta de decisión.

AA.- Los últimos acontecimientos que vienen ocurriendo en el país, lo hicieron decir a usted en su última visita a Piura una frase que se me quedó muy grabada. Dijo usted: “vengo de recorrer una parte del país y siento que el país se está desmoronando". ¿Reiteraría usted esa frase ahora?

JJV.- Qué buena memoria. Sí, yo creo que sí, creo que es totalmente cierto. Aquí mismo en Piura más del veinte por ciento de los electores han votado en blanco. Bueno, eso revela el desmoronamiento de la convicción en la democracia o no?

AA.- ¿Y Sendero Luminoso?

JJV.- Representa todo eso.

AA.- ¿Es una alternativa?

JJV.- Es una alternativa en la medida que es un movimiento que ya se desenvuelve en muchos departamentos y que ha dejado unos siete mil muertos en el país. Es pues una alternativa para un número indeterminado de peruanos. Es un hecho; no podemos negarlo. Uno de los problemas del Perú es que no se quiere ver con claridad este movimiento, quieren verlo sólo como un puñado de fanáticos, una tanda de asesinos o delincuentes. Eso es absurdo, es un movimiento de enorme envergadura y hay que verlo con toda seriedad.

La noche avanzaba. Una cena y un vino lo esperaban en algún lugar de Piura. Los organizadores de su conferencia lo invitaron a subir a un auto, que luego se perdió raudo por entre los viejos ficus de la avenida Grau.