domingo, 29 de julio de 2007

Dos cuentos breves

LA HORA

De pronto, la vieja Anastasia Flores repara en que no está escogiendo el arroz sino contándolo. Se ha detenido en el número dos mil ochocientos veintiuno. “Es tarde”, dice sin decirlo, recordando que unos momentos antes la luna estaba arriba alumbrando su soledad. Sigue escogiendo, pero no escoge sino que cuenta. Los números le salen de la boca imperiosos, como ajenos a su propia voluntad.
Las llamas de la leña de su cocina crecen hasta casi tocarla. No hace caso y sigue escogiendo, mejor dicho contando los granitos de arroz. Las llamas aclaran una sonrisa torpe en su cara plagada de minuciosas arrugas. La vieja recuerda que cuando niña, luego de las comidas y al resplandor tembloroso de un achón, la voz ahuecada de su abuelo les decía:
—Así es con los malos... En el infierno, el demonio les hace contar arena o montoncitos de arroz, grano por grano.



EL ZAPATO

El domingo pasado, Luis Eduardo García despertó como de costumbre, a las nueve y treinta de la mañana. Jaló los zapatos para ponérselos, pero algo imperioso lo detuvo a mirarlos como suele hacerse con los zapatos recién comprados. Uno de ellos, el derecho,... comenzaba a crecer. Incrédulo, se fregó los ojos y se burló para adentro de sus propias fantasías. Cuando volvió a mirarlos, el zapato que crecía había ya doblado en tamaño a su par. García lo levantó a la altura de su cara, y oyó los peculiares ruidos de un zapato en expansión. Lo soltó, y recostado en la pared de su cuarto se puso a contemplar cómo el zapato se iba haciendo más y más grande. Cuando éste tropezó con la puerta, su crecimiento tomó un rumbo vertical y otro horizontal. Minutos después, saturó el cuarto, rompió los vidrios de la ventana y empezó a crecer con desenfado por las otras paredes de la casa. García sintió nublársele los ojos y cayó sobre el cuero del piso, desmayado.
Hoy ha despertado en su cama del hospital. Es una tarde sombría, y las enfermeras y médicos se desplazan apresurados consultando a cada momento sus relojes. García siente en el aire un olor a cuero recién lustrado que le resulta familiar. Levanta el cuerpo sobre su cama y atisba casi con miedo por la ventana: el cielo es una gigantesca bóveda de cuero, y la luz que penetra por lo que sin duda son los ojalillos del zapato, ofrece a sus ojos un asombroso simulacro de estrellas.

miércoles, 25 de julio de 2007

¿ES TRUJILLO UNA CIUDAD LITERARIA?


Amigos, la que sigue fue mi participación en la Primera Feria del Libro de Trujillo. La publico mucho tiempo después porque considero que sus presupuestos siguen vigentes. Espero sus comentarios. (AA)



Quiero en primer lugar confesarles, muy cordialmente, que los títulos de la mayoría de las conferencias y mesas redondas de esta Primera Feria del Libro de Trujillo, eluden los problemas más sustanciales del proceso cultural de una región tan vasta y significativa como La Libertad. Ojalá que en las futuras versiones de esta Feria, sus organizadores tengan en cuenta esta pequeña observación y logren superarla. Al público, estoy seguro, le hubiera gustado asistir a conferencias o mesas redondas donde se exponga o debata por ejemplo problemas como la ley del libro, las relaciones entre literatura y sociedad trujillana, el rol de la Universidad en el desarrollo y promoción de una cultura regional o tal vez sobre las relaciones entre el periodismo y los artistas de esta ciudad. Es una pena que esta Feria haya puesto su mira más bien en temas neutros, adjetivos y subsidiarios. Debo aclarar sin embargo, que muchos de los distinguidos invitados han sabido capear este temporal inventando inteligentes y entretenidas participaciones. No sé si la mía pueda ser inteligente y entretenida, pero ante lo desconcertante de la pregunta, ¿es trujillo una ciudad literaria?, trataré también de inventar algo para justificar mi presencia en esta noche.

Haciendo un pequeño esfuerzo no resulta descabellado retomar un asunto antiguo y nuevo a la vez: el problema del centralismo y su relación con las otras regiones del país. Este viejo problema continúa vigente hasta hoy, pues “las aspiraciones regionalistas no constituyen un programa concreto” (Mariátegui), no se han propuesto la creación de espacios democráticos y reivindicativos de lo popular. Se sigue manipulando el tema desde posiciones conservadoras y aristocráticas, ligadas más bien a los grupos de poder capitalinos. Mientras los empresarios, los políticos de oficio y los intelectuales y promotores de la región no piensen y actúen en cómo romper definitivamente las trabas, sobre todo económicas y políticas, con el centralismo limeño, vamos a demorar también por mucho más tiempo eso que Adriana Doig ha puesto en la presentación de este tríptico: lograr...“una mejor comprensión de nuestra época y de la responsabilidad por el espacio vital que compartimos”. Comentábamos hace un par de noches con un grupo de amigos que la realización de una Feria del Libro DE Trujillo (no EN trujillo) sería técnicamente imposible, pues la ciudad, como las otras del interior del país, no tiene editoriales y cuenta probablemente sólo con unos cien metros cuadrados de librería, lo cual es una miseria por decir lo menos. No podemos, y no vamos a poder por mucho tiempo, desligarnos todavía de Lima para dar realce a nuestras actividades, en todo orden de cosas. Necesitamos superar una enorme cantidad de dificultades, necesitamos que los promotores culturales con capacidad de convocatoria y logística trabajen sostenidamente en la creación y promoción de espacios propios, que los empresarios apuesten por los hombres y mujeres que constituyen la reserva de artistas y creadores de esta región, que los poetas y narradores que trabajen a dedicación exclusiva, con la pasión orgiástica que demanda la hechura de una obra literaria seria y no a salto de mata, dejándose avasallar por la frustración y el desencanto.

Como se sabe, este no es un fenómeno privativo entre Trujillo y Lima. Ocurre en todas las otras regiones del interior del país. Si yo les preguntara a muchos de ustedes quién es, en el mundo de las letras nacionales, Samuel Cardich, Germán Lecquerica, Virginia Roca, Stanley Vega, Gabriel Garay, Manuel Baquerizo, Angel Avendaño o Luis Nieto Degregori, me responderían seguramente que se trata de ilustres desconocidos. Y con toda razón. Son ilustres desconocidos porque no escriben o actúan desde la capital, ese centro nervioso donde se cocinan los prestigios literarios y se reparten las buenas famas entre los presentes. Hace poco mi buen amigo Ricardo Gonzáles Vigil ha publicado en dos tomos su Antología de la Poesía Peruana del siglo XX, que en realidad debió llamarse Antología de la Poesía Limeña del siglo XX, pues el 60 % de los antologados son limeños de nacimiento y el 39 % provincianos radicados en Lima. De los diez poetas de La libertad, solamente Santiago Aguilar y Lizardo Cruzado, si no me equivoco, viven en Trujillo.

Trujillo ha tenido un momento cumbre en la vida literaria del país, allá por el año de l914, con el surgimiento del grupo Norte, cuyo mayor gonfalonero fue el poeta universal César Vallejo. Pero ha tenido también un momento terrible cuyos negativos influjos se perciben hasta hoy en los diferentes campos de la actividad humana de esta ciudad, me refiero a la frustrada revolución aprista de 1932, a partir de la cual se construyó paulatinamente una cúpula partidaria intolerante, soterradamente antidemocrática y antipopular, y que en alianza con lo menos rescatable de nuestra burguesía nacional, impide hoy mismo el avance económico, político, social y cultural de esta región. Por eso en esta Feria está presente, no podía dejar de estarlo, el Instituto Víctor Raúl Haya de la Torre, pero no el Instituto de Estudios Vallejianos, y en todo caso se nos debe una explicación de su no presencia en esta cita cultural. César Vallejo, me da pena decirlo, es una espina demasiado grande para los malos trujillanos. Nunca le perdonarán su militancia marxista, su abierta ruptura con el APRA, su fe en un Perú liberado del oprobio; su lucidez, su poesía raigal y su prosa valiente y esclarecedora. Nunca le perdonarán su pertinaz memoria y su vigencia y, como ha recordado Eduardo Gonzáles Viaña en un excelente artículo periodístico, si a Vallejo se le ocurriera corporizarse hoy, mañana estaría preso en la cárcel del Milagro porque aquí, en su tierra, sigue vigente una orden de captura contra él. Las furias del neoliberalismo caen inclementes sobre su nombre todos los días. Hace apenas unas semanas, en un dominical de La República, un periodista de cuyo nombre no quiero acordarme, escribió una larga crónica para calificar a Vallejo de estafador, proxeneta y ocioso. Ningún escritor peruano ni trujillano ha salido en su defensa. En octubre del año pasado, la Municipalidad de Trujillo auspició a un conferenciante cuyo malabarismo consistía en demostrar lo inútil de la poesía de Vallejo, que el poeta había tenido un hijo con una amante de su padre y que la palabra TRILCE provenía de unos poemas inéditos que obraban en su poder, todo lo cual resultó por cierto una retahíla de adefesios y supercherías. El diario La Industria, en su página cultural, precedió esta conferencia con unos avisos algo extraños donde se sugería a un César Vallejo homosexual. Yo escribí indignado un artículo, lo llevé a la Industria, y como era previsible no salió. Cada vez que se pronuncia aquí en Trujillo el nombre de Vallejo, es sólo para tratar de mancharlo, adulterarlo, mutilarlo, destruirlo. En esta Feria, a fin de remediar en algo tan triste situación, debió ponerse en alto y con unción el nombre de Vallejo, o bien presidirla con el famoso retrato a mano alzada de Picasso, pero esto, como ustedes ven, tampoco ha sido posible. Le seguimos pegando con un palo y duro, muy duro. Así como Florencia desterró a Dante Alligheri, Trujillo ha desterrado también a su más grande y noble poeta, ojalá no para siempre. Aquí nada rememora debidamente a Vallejo. Recuerdo haber visto alguna vez, no sé en qué parte, pues no soy trujillano, un busto del poeta, cagado por los pájaros y abandonado a su suerte, como un símbolo más bien del vituperio.

No olvidemos que el grupo NORTE, conformado por jóvenes brillantes como Antenor Orrego, José Eulogio Garrido, Alcides Spelucín, Macedonio de la Torre, Oscar Imaña, y el propio Víctor Raúl Haya de la Torre, a quienes se unirían posteriormente Juan Espejo Asturrizaga y Ciro Alegría, no era como algunos ingenuamente creen un grupo de jóvenes apristas. El APRA es posterior, se funda en Méjico el año 24 y en el Perú mucho más tarde, en septiembre de l931. El grupo Norte es valioso más bien porque capta magistralmente los renovadores influjos del socialismo internacional de su época expresados en la revolución rusa, las secuelas de la revolución mejicana de l9l0 y más tarde la conquista obrera de las ocho horas de trabajo y la Reforma universitaria de Córdoba. Capta también, como una poderosa antena, las nuevas corrientes artísticas y reconoce en el indigenismo una vigorosa corriente de expresión nacional. Los dos más grandes escritores de este grupo, Vallejo y Ciro Alegría, rompieron con el APRA y reconocieron en el socialismo el único destino posible para la humanidad.

Después del Grupo Norte, Trujillo guarda un prolongado receso literario, en cuanto a figuras representativas se refiere. Imagínense ustedes si el APRA, asumiendo un rol genuinamente revolucionario, hubiese continuado la obra cultural de Mariátegui, cuán enorme hubiera sido el protagonismo intelectual y artístico de esta ciudad a partir de l932, teniendo en cuenta el heroísmo mostrado por el pueblo trujillano. Ocurrió sin embargo lo contrario. Apenas encontramos allá por los años 40, abandonada en una Lima friolenta y hosca, la triste figura de un gran poeta liberteño, Luis Valle Goycochea, el autor de Las Canciones de Rinono y Papagil, que son un dechado de ternura, de belleza y humanidad. Por esa misma época insurge, no en Trujillo sino en Lima, y más tarde en el extranjero, donde hizo un prolongado autoexilio, el gran novelista Ciro Alegría, pero aquí en la misma ciudad de Trujillo, son años prácticamente infecundos: ninguna gran figura, ningún nombre importante para continuar el magisterio dejado por los jóvenes intelectuales y poetas del Grupo Norte. De los pocos que hubo, ninguno tiene el poderío de un José María Arguedas ni la fuerza expresiva de un Martín Adán y por lo tanto pasan inadvertidos. Les faltó el sustento de una ideología impulsora tanto como plantearse retos mayores en la creación artística.

Otro momento importante de las letras Trujillanas se lo debemos al poeta Marco Antonio Corcuera y al grupo que en los años 60 lideró con el nombre de Cuadernos Trimestrales de Poesía. Este grupo se consolida con la producción del Concurso POETA JOVEN DEL PERÚ, cuyos primeros ganadores fueron Javier Heraud y César Calvo. La muerte de Heraud como guerrillero en un río de Madre de Dios confirió a este premio una aureola mítica que con los años se ha ido deteriorando. La revolución cubana y la radicalización de los intelectuales y escritores de América encontró un eco importante en Marco Antonio Corcuera, Wilfredo Torres Ortega y Horacio Alva, entre otros. Después, es posible hallar nombres valiosos, pero sólo de escritores trujillanos afincados en Lima: Leoncio Bueno, Alejandro Romualdo, Arturo Corcuera y ahora nuestro querido Pepe Watanabe, todos ellos curiosamente de filiación marxista. En la misma ciudad de Trujillo, sin embargo, hace ya más de ochenta años no vive ningún escritor de importancia nacional. Este es un reto para ustedes los trujillanos, un fenómeno que necesitamos explicar, con mucha sinceridad, como haciendo una catarsis, para poder encontrar los derroteros de su solución.

martes, 24 de julio de 2007

EL PÁJARO Y LA BALA


En los tiempos que corren

es peligroso confundir las balas con los pájaros


La bala por ejemplo

no tiene corazón ni tiene plumas

no le interesa el cielo ni viaja con las nubes

no hace nido en los árboles

una bala tiene por nido el corazón de un hombre

por costumbre la muerte


Una bala no debiera vivir


Pero en tiempos de guerra

uno debe aprender

a distinguir los silbos de una bala y un pájaro


Hay que cuidar a cada amanecer

como si fuera el último


Hay que aprender a distinguir los silbos

y eso es sólo posible

si uno entiende de pájaros.

Adrián Desiderato (poeta argentino)

viernes, 20 de julio de 2007

LOS CUADERNOS DE RIGOBERTO




A medida que pasa el tiempo, el nombre de Rigoberto Meza Chunga se acrecienta, y quienes fuimos sus amigos nos sentimos, como es natural, orgullosos de haber compartido con él innumerables jornadas, ya sea caminando por las calles de Piura o en la mesa de alguna picantería, a la vera de unas botellas de cerveza y del infaltable cebiche, sin los cuales no hay reunión piurana que valga la pena recordar. El Golfo fue el último mentidero donde recalé con él y con Houdini Guerrero, Sigifredo Burneo, Rafael Gutarra, y alguna vez con Genaro Maza y otros contertulios ocasionales. Houdini, Sigifredo y Rafael siguen yendo por allí, mientras que yo, autoexiliado, sigo deambulando a cientos de kilómetros de mi querida Piura, y volviendo a ella de vez en cuando, en pos de la entrañable resolana y la parlera música de nuestra gente.

Ahora, hasta se cuentan hechos “paranormales” de Rigoberto. Houdini refiere que en los días posteriores a su muerte, ocurrida el 23 de septiembre de l997, Rigoberto “se sentaba” a beber con ellos y que, cual espíritu chocarrero, les tumbaba las cervezas o “se manifestaba” de alguna forma para hacer sentir su presencia. Cuando nos encontramos en Piura, en algún momento de la conversación, aparece siempre el nombre de Rigoberto y nos entretenemos recordándolo y bebiendo en su memoria. En Lima, donde los escritores “consagrados” son remolones para reconocer a los escritores de provincias, Rigoberto Meza ya no es un desconocido. Ricardo Gonzáles Vigil, José Antonio Bravo, Oswaldo Reynoso, el extinto Washington Delgado, y varios otros, saben o sabían ya de quién se trata. Y es que los cuentos de Rigoberto, sus estudios literarios, sus leyendas y sus poemas tienen el halo y la plenitud del arte hecho con vocación e inteligencia creadora.

No recuerdo bien cuándo lo conocí a Rigoberto. Me parece que fue en 1973, en Talara, a donde yo había llegado junto con el poeta Víctor Mazzi Trujillo, desde Lima, invitado por otro amigo entrañable, el “negro” Idelfonso Niño Albán, quien a la sazón era profesor de la GUE Ignacio Merino de esa ciudad. Recuerdo vagamente las conversaciones entre Rigoberto, un poeta talareño que era admirador de Kavafis, Víctor Mazzi y yo. Rigoberto era mayor que nosotros y sus opiniones eran frontales y casi siempre las manifestaba como si no les diera mucha importancia. A mí, por ejemplo, me hizo notar mis excesos de “música nerudiana”, aunque luego pareció arrepentirse de haberlo dicho y cambió de conversación. Yo no había leído nada de él, sólo sabía que pertenecía al Grupo Literario Liberación, fundado por el poeta talareño Emilio Saldarriaga, en 1956. Tenía más bien la impresión de que Rigoberto era un ex obrero petrolero, anciano o ya fallecido como tantos otros de esa generación. Lo que más destacaba en él era su sinceridad, su buen sentido del humor, su inteligencia y su humildad. Nunca hizo nada para ponderar su obra o para que lo consideraran como un “escritor”.

Uno de mis olvidos imperdonables fue no consignar sus trabajos en mi antología Los Otros, panorama de la poesía piurana desde 1960. La antología salió en 1986, y tuvo buena acogida en Lima y otros lugares del país. Algunos poetas, entre ellos los hermanos Varillas y el propio Emilio Saldarriaga García, se enemistaron conmigo por no haberlos antologado. Rigoberto jamás me reclamó nada y, por el contrario, nuestra amistad, se hizo más frecuente a partir de aquellos años. Poco después conocería Estructuras, uno de sus mejores poemarios, y más tarde su vasta obra poética, destacable por la variedad de registros, la profundidad de sus imágenes, su sentido lúdico y su modernidad. Era extraño que un poeta como él, formado en la aridez de la provincia, tuviera tanta cultura literaria y tanta intuición para ofrecer planteamientos poéticos nuevos.

En realidad, Rigoberto era una caja de sorpresas. Una mañana lo encontré en su oficina de Miraflores resolviendo un problema algebraico, y entonces me enteré de una de sus pasiones: las matemáticas. Jugaba ajedrez, dibujaba, leía inglés, era calígrafo y, entre otras virtudes más, experto en asuntos de tecnología educativa. Como contador de chistes era sencillamente extraordinario, y no sólo eso: también los inventaba. “Los chistes –me dijo en cierta ocasión– tienen un esquema como los cuentos, y por lo tanto pueden crearse con cierta facilidad”. Rigoberto era una especie de renacentista, sostenía que el hombre debía dominar una ciencia, un deporte y un arte. Era además un borracho ejemplar, sólo bebía cerveza sin helar (padecía una afección bronquial desde niño), y nunca le faltó el respeto a nadie en sus prolongadas jornadas con Baco. La razón: Rigoberto podía beber navegables cantidades de cerveza sin perder la cordura.

Quiero referir la anécdota a la que alude el título de esta crónica, tan parecido al título de una obra de Mario Vargas Llosa. Era junio de 1996 y uno de mis trabajos de aquel entonces era escribir la sección literaria del suplemento dominical de El Tiempo. Buscaba un par de temas centrales y luego desarrollaba una columna tratando de hacerlo en “pastillas” para no aletargar al lector. Para cierto domingo escogí el tema “escritores y manías”, que me pareció interesante por el montón de locuras que se les ocurre a los escritores en el momento de ponerse a trabajar. Anoté que Gabriel García Márquez escribía siempre y cuando su mujer le pusiera en el escritorio un ramo de flores amarillas, papel blanco de 36 gramos y una máquina eléctrica con cinta negra; que Julio Ramón Ribeyro no podía escribir si no se rodeaba de una pila de libros y fumaba; que Hemingway no escribía sentado sino de pie; que Balzac escribía bajo el efecto de 20 tazas de café; y que Martín Adán no escribía en papel normal sino en el reverso del papel dorado que traen los cigarrillos, alisado pacientemente.

Me faltaba indagar entre mis amigos escritores de Piura. Al parecer, ninguno de ellos tenía una manía digna de anotarse en la crónica. Entonces me acordé de Rigoberto, y me fui a buscarlo a su habitación de Miraflores. Lo encontré, le dije el motivo de mi visita, y con la displicencia que a veces lo invadía me dijo: “yo no tengo manías”. Salí decepcionado y la crónica apareció sólo con las manías de los “famosos”.

Un mes después, en una calurosa tarde piurana, volví a la habitación de Rigoberto, lo encontré de mejor humor y escribiendo con una pluma fuente en un cuaderno de escolar. Le pregunté si estaba escribiendo algún cuento o novela, sorprendido de que lo hiciera a mano. “No – me respondió– estoy escribiendo Aura, la novelita de Carlos Fuentes, es buenaza”. Ante mi asombro, Rigoberto sonrió y me explicó: “Mira, cuando a mí me gusta un libro que leo, lo escribo todo entero en un cuaderno, me parece que así me compenetro con el autor y aprendo a escribir mejor”. Y me mostró varios cuadernos de esos apilados en un rincón.

¡Vaya, si no tenía una curiosa manía el buen Rigoberto!

El acabóse ocurrió una noche mientras atravesábamos el puente Sánchez Cerro, luego de habernos bebido una buena tanda de cervezas:

– He releído el Quijote, cada vez me gusta más... tanto que ya me están dando ganas de escribirlo en unos cuantos cuadernos. ¿Qué te parece?

Y rió, con su risa cachacienta y contenida.

miércoles, 18 de julio de 2007

ADHESIÓN


La tragedia del liberalismo es que no puede deshacerse del ropaje de la “democracia”. Necesita de ella como los ladrones y los asesinos de una buena coartada. Es un ropaje incómodo, pero debe ataviarse con él si no quiere dejar al descubierto sus pezuñas despóticas y sus garras de tirano. El liberalismo ha consignado en casi todas las constituciones del mundo el derecho a la sindicalización y a la huelga ( su condición de “demócrata”, así se lo exige), pero quienes lo ejercen (como ahora los maestros del Sutep y los trabajadores de otros gremios) pasan a ser automáticamente violentistas y desadaptados. Y es que el mito de la “democracia” se ha convertido en una mascarada patética, en un desecho histórico. En su tiempo, sirvió a los burgueses para liquidar a la monarquía, pero ahora sólo les sirve como una pobre estratagema para sojuzgar. Cada vez los demócratas se muestran más hipócritas y cínicos. Pretenden vendernos el bulo de que todos somos iguales ante la ley, que el poder judicial es independiente, que el fin del estado es la “persona humana”, que existe libertad de prensa, que las elecciones representan la voluntad del pueblo…y otras paparruchadas más. La realidad les grita en la cara, diariamente, que ese cuento ha dejado de ser el edulcorado somnífero que fue en el siglo pasado. La realidad les demuestra, diariamente, que los asertos del sabio de Tréveris siguen de pie. La realidad les demuestra, diariamente, que allí donde se levanta la voz de un revolucionario, el derecho a la libertad de pensamiento y a la libre expresión desaparecen. Usted puede protestar todo cuanto quiera, pero dentro de “la ley y el orden” (es decir la ley y el orden de los poderosos), pero si usted pretende imponer la ley y el orden de las mayorías, aténgase a la persecución, a la cárcel y por qué no a la muerte. La lucha social, sin embargo, continúa vigente. Por tal razón los demócratas no dejan de fabricar jaulas y pistolas. Están en su derecho. Pero quienes creemos en el nuevo mito de la redención social, los que anhelamos que el “hombre se haga hombre”, que inclusive “los ricos se hagan hombres”, como quería Vallejo, tenemos igual derecho a decir nuestra verdad y a luchar por concretarla. Saludo al pueblo peruano que ha levantado sus puños en la protesta generalizada que vive el país. Alan García y sus turiferarios quieren la paz de los cementerios. Nosotros queremos un país en movimiento, en ascenso vertiginoso a la conquista de su dignidad y de su liberación definitiva.

martes, 17 de julio de 2007

MANUSCRITO DE JAVIER

Lo de la botella se me ocurrió cuando tuve el sueño de los pájaros y el río. Si no me equivoco, fue dos noches después de los ajetreos a escondidas con la Zíngara. Los pájaros eran al principio una mancha gris y luego como retazos de un papel oscuro con bordes dorados. Salieron del horizonte y se perdieron pronto. Sólo quedó uno de ellos, haciendo volteretas en lo alto y desplegando unas alas demasiado grandes para su cuerpo. De pronto, se detuvo y me mostró de cerca sus ojos brillantes y terribles. De su pico brotó un chorro curvo de agua que vino a caer a mi boca.
El río simplemente pasaba. Yo estaba sentado en una ribera hasta donde se prolongaba la fresca sombra de los eucaliptos y los sauces. Una luz mansa envolvía el paisaje, debían ser las tres de la tarde. Por el lado del Partidor, donde está el rústico astillero con sus arboladuras en desorden, unos balseros conversaban tranquilamente, como si esperaran a alguien. Sonó un disparo de fusil de caza y luego tres más. Los balseros se arrastraron hasta guarecerse en las matas y yo me quedé sentado en donde estaba. Por unos chopos oscuros se avizoraba una balsa. Cuando pasó delante de mí, vi que llevaba el cadáver de un muchacho. Iba pálido, como de cera, y llevaba sobre el pecho una flor de sangre recién abierta.
En el momento de meter el papel en la botella, estaba ya muy cansado. Esa noche, la Zíngara se había puesto su bata negra y me esperó aparentando estar dormida sobre su viejo canapé. Cuando subía a mi cuarto, en el estudio de mi padre parpadeó una luz consentidora. Me dormí con la botella abrazada, esperando el amanecer y la ruidosa llegada de los albañiles. No recuerdo los versos que escribí, pero sí el verde oscuro de la botella donde los puse hundiéndose lentamente entre el canto rodado y el espeso cemento de la columna. Allí dejé mi mensaje. Algún día mi casa estará muerta, pero alguien entrará en ella y caminando sobre las hojas de los otoños amontonados, buscará esas palabras.

EN TORNO A PROTEO II


Cuando un hombre muere, se dice que su alma sale del cuerpo y se va al empíreo. El poeta, por el contrario – como sugiere Machado de Assís en uno de sus cuentos – intenta con sus obras dejar el alma en la tierra.

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El poeta da nombre a todo aquello que no lo tiene. Se bate sobre la nada y crea realidades. El poeta produce nuevas significaciones, de ahí su aparente oscuridad. Su oficio consiste en ingresar al tenebroso Caos y arrancarle pedazos de luz para ensanchar el reino de lo humano. Mientras el hombre sienta el horror de la noche, el poeta no puede dar por terminada su labor.

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El mundo que nos rodea es una de las tantas alternativas de su génesis. Es su materialización. A la poesía le corresponde hacer realidad los otros mundos, las otras alternativas que fueron y siguen siendo posibles.


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La poesía está puesta sobre la tierra para producirnos la recóndita sensación de poder tocar los límites, los primeros y los últimos, para hacernos sentir que habitamos un vientre seguro y que la noche, la soledad y la muerte están del otro lado, ajenas y distantes de nosotros, aun cuando sabemos que nos aguardan porque nuestra carne y nuestra alma les pertenece.

LO QUE EL TUNANTE DIJO AYER

Este agosto se cumple un aniversario más del nacimiento, en 1852, del escritor y poeta costumbrista Abelardo Gamarra, más conocido como “El Tunante”. Era liberteño, originario del distrito de Sarín, en la provincia de Huamachuco, de donde también son Ciro Alegría, Faustino Sánchez Carrión, Florencia de Mora, Santiago Zavala y Clodomiro Magno Guevara, entre otros personajes ilustres.

El Tunante murió a los 72 años en Lima, luego de una vida en la que no faltó casi nada: orfandad temprana, amores contrariados, bohemia, guerras, destierro, viajes, vida pública, y sobre todo, literatura y periodismo. No es posible en una nota como esta ocuparnos en extenso del sin número de actividades y episodios personales que protagonizó Abelardo Gamarra. Puede encontrarse todavía en algunas librerías de viejo su libro En la ciudad de Pelagatos, con dos ilustrativos prólogos de Edmundo Cornejo Ubillús, donde se reseñan algunos detalles y curiosidades sobre este personaje.

Es lamentable que debido a la pésima enseñanza de la literatura peruana en los colegios y en las universidades ciertas etapas de nuestro proceso literario resulten al estudiante pesados o prescindibles. Sucede en especial con la literatura quechua, la colonial y los autores que escribieron entre finales del siglo XIX y principios del XX. Nombres como los de Mercedes Cabello de Carbonera, Narciso Aréstegui, Manuel Moncloa y Covarrubias, Federico Blume y Adolfo Vienrich son, junto al de Abelardo Gamarra, literalmente desconocidos entre los estudiantes de hoy, y aun entre los propios profesores de literatura.

La obra de El Tunante, sin embargo, exige un espacio propio en el escenario cultural de nuestros días. Y es que la obra madura de Gamarra se genera precisamente en etapas críticas y convulsionadas muy semejantes a la nuestra. Vive intensamente los hechos y secuelas de la guerra con Chile y escribe y combate durante las dictaduras militares y el corrupto oncenio que presidió don Augusto B. Leguía. El poeta Wáshington Delgado en su Historia de la literatura republicana sostiene que con El Tunante “el costumbrismo alcanza dimensión nacional y cobra así, no sólo una mayor extensión descriptiva, sino también una mayor profundidad.” Bajo esta óptica, la gran tríada de nuestro costumbrismo la conformarían Felipe Pardo y Aliaga, Manuel Ascencio Segura y Abelardo Gamarra.

La prosa de Gamarra es desmañada, socarrona, hecha como un dibujo a mano alzada, pero llena de colorido, salpicada por el lunfardo que aprendió en sus andanzas argentinas y aderezada con el conocimiento de un castellano castizo y popular que reverbera graciosamente a lo largo de sus textos. El lector de hoy que superando prejuicios y desidias se atreva a leer a El Tunante, se encontrará con la agradable sorpresa de estar frente a un autor actual, contemporáneo, tanto por el estilo de su prosa como por su contenido.

Para los políticos y otros encumbrados personajes de esta época debe de ser muy desagradable enfrentar las mordaces crónicas de Abelardo Gamarra, y es probable que por ello se le recuerde poco. Veamos algunos ejemplos: de los congresistas provincianos que llegan al poder dice: “El triunfo en el congreso significa seis años- por la parte que menos- de predominio en la provincia; seis años de poder conseguir subprefectos y acomodaticios; jueces complacientes; maestros y empleados, todos de casa” y los hace cantar su “verdadero y legítimo himno nacional”: “Somos libres, seámoslo siempre/ antes niegue sus luces el sol/ que faltemos al voto solemne/ de mamar hasta más y mejor,”

En un jugoso diálogo entre candidatos a diputados, Gamarra pone en boca de uno de ellos el siguiente párrafo: “aquí el negocio más redondo es el de mi candidatura. Esto de la candidatura es, amigos míos, uno de esos filones que durante no pocos años pueden ser explotados maravillosamente, y al cual pondrán siempre la puntería los más prácticos. Se arriesga el pelo pero el bienestar queda asegurado para los que pertenecen al empresario, hasta la milésima y última generación.”

A los politicastros que se preocupan porque carecen de una doctrina, los aconseja por boca de uno de sus maquiavélicos personajes: “¿En eso te paras? ¿Qué principios necesitas o cuál doctrina? ¿Qué credo te precisa, el de los apóstoles o el credo cimarrón? Echa en la talega todos los credos y todas las doctrinas, todos los principios y todos los fines, como en cajón de sastre, y al son que te toquen, bailas.”

Un ministro - escribe El Tunante- en el fondo es un buen sujeto: que sube modestamente o a llenar el hueco de algún sillón, o a la que aquí llamamos aseguratam: empotrar a la parentela y ladearse para una de las mil canonjías en que viven y reinan los que designamos con el calificativo de rumiantes.

Sobre la puerta del Palacio de Justicia – escribe en otra parte- debía haber una inscripción que parodiara a la que colocó Dante en la entrada del infierno: El que penetre aquí, pierda toda esperanza.”

En el hilarante patíbulo tunantesco no queda títere con cabeza. Por él pasan jueces, abogados, ministros, presidentes, tinterillos, alcaldes, alguaciles, regidores, visitadores, periodistas, celestinos, religiosos, militares, viejas huachafas y hasta curanderos chambones. Lo curioso es que cualquiera de sus notas parece escrita ayer, lo cual habla muy mal de un Perú que se niega a remediar sus taras seculares, puesto de espaldas a sus propios intereses y al curso de la historia. Si el Tunante resucitara, no necesitaría volver a escribir. Le bastaría con reeditar su obra para seguir gozando del favor de sus lectores.

Fue El Tunante quien en l879 le puso nombre a la marinera, nuestra danza nacional, y escribió la famosa “Conchaperla”. A él debemos valiosos trabajos sobre el folklore nacional y, dentro de su obra política, importantes leyes a favor del indio, el niño, la educación y la agricultura. El mejor homenaje que los peruanos podemos rendirle a este urticante escritor es, paradójicamente, restándole actualidad a sus escritos. Sin duda, es esta la broma más pesada que nos ha jugado don Abelardo Gamarra. Me temo que los déspotas y los garduñas prefieren que continúe en el desván del olvido.

sábado, 7 de julio de 2007


LAS COPLAS DEL DESTERRADO



I

Iba a estar, pero no estoy.
Me da aliento una saeta,
palimpsesto de un poeta
Que oblitera cuanto soy.


II

Muro de mi propio muro,
Soga de mi voz cautiva,
Troto en el mundo de arriba
Y amo a dios por claroscuro.


III

Si de pájaros se trata
Fui bosque sin aspavientos,
Toco tierra por momentos
Con un palo de pirata.


IV

Dueño de hilachas, poseso
De un rumor y cierto tizne;
Amanso el candor del cisne
Y levito porque peso.

V

La vida me dio manojos
De llaves despedazadas,
En la mar: puertas cerradas,
En tierra: siempre cerrojos.



VI

Un gorrión yendo a morir
Me enseñó que todo es vano.
Amable el árbol lejano
Y el que nos ampara hostil.


VII

Mal olmo de buena yema,
Multipliqué mis raíces.
Manos vacuas, infelices,
Tras el caudal del poema.


VIII

Ajeno a mis propios ritos,
Huérfano de nunca estarlo,
Trajino, me escondo, parlo,
Sé lo que es callarse a gritos.

IX

Eso que baja es un ave
Y lo que asciende una piedra.
Doy a la flor que no medra
Mi aljófar, mi sol, mi llave.

X

Una mano es a oscuras
Lo que me salva y libera,
Barcarola en agua fiera,
Puerto de mis singladuras.

XI

No hay nadie. Sólo el ocaso,
Que es una mancha violeta.
Hay tardes en que el planeta
Es la imagen del fracaso.

XII

En una de ellas vi un día
Sobre un camastro a mi hermano.
Lo vi tan triste y lejano
Que no sé si lo veía.


XIII

De la nada y de un aroma
A mar de puerto, ¿qué puedes
Sino inventar en tus redes
Un fantasma de paloma?


XIV

La bondad de una ventana
Y el vuelo de dos gaviotas
Son las causas más remotas
De mi perpetua pascana.


XV

La noche nunca es distinta
Para la estrella que miente,
Pero para quién la siente
Es otra y otra, distinta.


XVI

De tanta lumbre que tuve
No vi ni el viento ni el agua.
Obrero de yunque y fragua,
Perdí el rastro de la nube.


XVII

Si es que vas por un sendero
Más atento a las espinas
Que a la luna, no caminas
Como lo hace el buen viajero.

XVIII

Cuánto amé la luz del ciego
Y el afán del campanario.
En un patio solitario
Me volví amante del fuego.


XIX

Plumas en llamas, palores
De un ángel encadenado.
¡Qué asuntos no habré soñado
cuando no con ruiseñores!

XX

El aire es como el cabello
del misterio y me contiene.
Pero hay algo cruel que viene
Con el aire y da en mi cuello.


XXI

Nunca sabremos qué es eso
Ni por qué tanta certeza.
¿Es un puñal la belleza?
¿Muerte de una voz el beso?


XXII

No sé dónde queda el norte
Ni el sur de las cosas mías,
Confuso en geografías
No hay bajel que me soporte.


XXIII

El viento queda en el viento
Y la estrella donde asoma.
Es como ir a una paloma
Preguntarle al pensamiento.


XXIV

Nunca sabe el que interroga
A la razón lo que sabe
El hondo mar de la nave
O el suicida de su soga.

XXV

No tengo morada. Vivo
Con los míos en destierro.
Mi propia patria es el hierro
De la cárcel donde escribo.


XXVI

Si no fuera pobre el tordo
Y su canto un aire vano,
¿Con qué otra cosa el arcano
le hablaría al hombre sordo?


XXVII

Pido humildad a la yesca
Y al árbol su mansedumbre,
A lo oscuro que me alumbre
Y a la luz que me oscurezca.


XXVIII

Pido al habla de la hoguera
Y al cantar de los gorriones
Que yo no tenga canciones
Donde la muerte no muera.

XXIX

Cuántas lunas he mirado
Y qué poco guardo de ellas.
Borrar sin piedad sus huellas
Es la labor del pasado.


XXX

Y porque este canto acabe
Entrego esta copla umbría,
Me la dijo alguien (...quién sabe)
A quien algo le dolía:


XXXI

La vida es como un juguete
En manos de un loco triste,
O como un grano de alpiste
Que nos regala la muerte.





miércoles, 4 de julio de 2007

YO, PROLOGUISTA DE DIOS


Me han sucedido muchas anécdotas con la poesía. Una de ellas es la que me pasó con un tal don Ricardo Martínez hace ya varios años, en Piura. Cuando lo conocí, yo tenía 17 años y acababa de ingresar a la Escuela Normal Superior de Piura, donde don Ricardo era bastante conocido. Era fotógrafo y a sus cuarenta años tenía todo el aspecto de un vagabundo al que no le importaban las apariencias. Andaba siempre con una áspera barba de varios días, el traje sucio y los zapatos decrépitos y enterrados. Sobre el pecho portaba un viejo estuche negro donde guardaba una destartalada cámara fotográfica. Era, sin embargo, muy simpático. Hablaba con mucha propiedad, con una voz reposada y siempre con una agradable sonrisa a flor de labios.

Apenas se enteró de que yo escribía poesía, nos hicimos amigos. Cada vez que nos encontrábamos me manifestaba su admiración, haciéndome saber, de alguna manera, que él también era poeta. “Pero no tan bueno, como usted”, acostumbraba decirme con su simpática sonrisita. Hasta ahora conservo dos fotografías que me hizo don Ricardo con mis compañeros de promoción. Aquella fue también la penúltima vez que nos vimos. La vida me llevó por esos rumbos donde se pierden o se obliteran rostros, sucesos y querencias.

Muchos años después, una tarde calurosa, regresaba yo a mi casa en el barrio de Pachitea. La puerta estaba abierta y encontré a un viejecito sentado en uno de los muebles de la sala. “El señor te está esperando”, me dijo mi esposa. Me costó reconocerlo, era don Ricardo Martínez. Estaba muy acabado, viejísimo, con una apariencia deplorable. Llevaba sobre el pecho, como siempre, el estuche de su inseparable cámara fotográfica. Me quedó mirando un rato sin atinar a decirme nada y luego esbozó su peculiar sonrisa. “¿Cómo está, poeta”, me dijo, “no se preocupe, me iré pronto, he venido sólo a pedirle un favor”.

Mi esposa nos preparó una limonada que bebimos mientras recordábamos nuestra amistad en la Escuela Normal. Luego se hizo un silencio, don Ricardo cerró los ojos y me dijo: “Mire poeta, resulta que el viernes de la semana pasada, estaba yo en mi cuarto, serían las dos de la mañana, cuando sobre mi mesa se hizo una gran luz; me había puesto a escribir las cosas que usted sabe, y entonces pensé que Satanás me estaba tentando…agarré un crucifijo, me dirigí hacia la luz y clamé ¡Vade Retro! …Bueno, la luz se fue por un rato, pero allí nomás volvió a encenderse más fuerte…Volví a coger el crucifijo pensando que todo era cosa del demonio y lo increpé nuevamente, recé la Salve de las Vacas y la oración de San Cipriano, la luz volvió a desaparecer…, pero no había pasado ni un segundo cuando volvió a encenderse, aunque esta vez en medio de la luz había un libro muy grueso, algo así como una Biblia, …Ah, no, dije yo, esto no es asunto del demonio, es cosa de Dios…entonces me arrodillé, le pedí perdón al señor y le dije con unción: Señor, hágase tu voluntad…Entonces escuché una voz potente y solemne, era la voz de Dios diciéndome: Martínez, he decidido revelarme de este modo para pedirte que seas tú quien escriba la Biblia nuevamente, pero esta vez en verso, hasta llegar a las mil seiscientas páginas; recuerda: mi palabra la escribirás con tinta verde y la palabra de Lucifer con tinta roja… Ah, pero además el prólogo se lo deberás pedir al poeta Alberto Alarcón…búscalo y dile que esa es mi voluntad”.

Entonces se puso de pie, abrió el estuche negro de su cámara fotográfica, y en vez de ésta extrajo un rollo de papel, de esos que usaban las antiguas máquinas registradoras. Cogió el extremo de la hoja y con un leve golpe de mano lo hizo rodar sobre el piso de la sala. El rollo estaba escrito con largos versos, en tinta verde y en roja. “ Esto que ve poeta, me dijo, es gran parte del Génesis, ya me falta poco para terminarlo…He venido para hacerle saber la voluntad de Dios, de modo que usted esté preparado para escribir el prólogo cuando yo termine mi tarea…será en unos cinco o seis meses más…no lo olvide, el pedido es de mil seiscientas páginas…”.

Me quedó mirando profundamente. Descubrí entonces, en lo hondo de sus ojos, el aleteo y el brillo de una triste locura. Consternado, lo tomé del brazo y le dije que estuviera tranquilo, que el prólogo a la nueva Biblia en verso se lo escribiría de todas maneras…sólo era cuestión de que él concluyera los textos.

Tomamos unos vasos más de limonada, luego don Ricardo se despidió con la satisfacción de quien ha cumplido con un deber impostergable. Desde el umbral de mi puerta, lo vi perderse en el fondo reverberante de mi calle, iba como una sombra lenta, andrajosa, pero seguramente feliz.

martes, 3 de julio de 2007

DOS AMANTES

Dos amantes se besan en la noche. No reconocen su piel. No saben nada del árbol donde están siendo quemados por un fuego implacable que ellos mismos alientan con sus cuerpos. Ignoran por qué se han levantado tan lejos de la tierra, por qué se endurecieron y afinaron sus labios. Un canto les avisa que ya no son los mismos. El alba los despierta, los aquieta el crepúsculo. Dos amantes. Dos pájaros. (De El templo oscuro)

domingo, 1 de julio de 2007

LAS PALABRAS


“Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol: y de pronto anochece.”
Salvatore Quasimodo

Las palabras deben decirse puras, deben ser ramas sin hojas, una calle en la niebla iluminada,
Una frente de mujer el domingo por la mañana.

Las palabras se atan y se desatan, se mueren y se reviven, se quiebran y se enhiestan,
Se arrojan, se descerrajan, se borran y se atiborran en los laberintos, en los parques, en las norias.

Libremos a las palabras de su bulto nocturno, de su culto diurno y del oculto taciturno.

Humedezcamos las palabras antes de que abra el sol, a hermanarlas con el pez, a cogerlas de la pelambre y mostrarlas al mercader.

Que no haya duda: la saloma de las palabras debe espantar a los usureros, a los que tremolan banderas, a los ciegos de corazón, a los mudos de las orejas, a los hojalateros, a los rabdomantes y a los ladrones de ventanales y puertas.

Las palabras deben alumbrar a los desesperados.

Deben ser esas que se escriben en las cartas que leen los soldados en las trincheras.

Sólo tienen derecho a decirse palabras los enamorados.

Los demás que callemos, que se nos llenen de tierra los bolsillos, la garganta, el cuenco de los ojos y las manos ya muertas.

Si yo tuviera palabras las diría
Como las dice el viento, el vientre de la culebra, el rastro de la ola, el pájaro desafiante, el agua cuando corre, el ebrio cuando celebra.

Las palabras deben decirse en el instante que ese rayo de luz nos atraviesa.

LA CAPTURA

Los capturamos anoche. Momentos antes, al atardecer, habían logrado pasar a través de la sala de fumar y, según parece, habían dado violentos mordiscos a los canceles; dejaron jirones de éstos regados por todas partes. Un vecino se animó a contar que en un primer momento los vio correr por los techos y luego refugiarse en la cochera de don Federico. Hasta ese momento, todo les iba saliendo a pedir de boca.
La señora de la bodega ni siquiera sospechó que habían pasado por sus narices y el grifero contó, riéndose, que habían tenido tiempo hasta para mezclar la gasolina con unas cuantas disonancias de sus guitarras, por lo que esta vez estaba casi seguro que los comandaba El Blanco. En realidad les habíamos perdido la pista. A eso de las siete de la tarde nos pareció que para capturarlos, el uso de las llantas grises y las alas de papel eran artificios inútiles. Entonces se nos ocurrió lo de las redes embadurnadas con sal.
No nos equivocamos. El Blanco asomó los pelos por las azoteas que dan a la ribera del río y vimos la sombra de los otros aferrados a sus toscos instrumentos. A mí me pareció oírlos ensayar un fragmento algo destemplado de Prokofiev y que el último de ellos, el de sombrero de copa, no tocaba con las manos sino con un hato de hierbas que movía rítmicamente con una destreza increíble. La noche empezó a jugar a favor de nosotros.
Cayeron sin oponer resistencia. Se mostraron más bien como resignados, aunque no dejaban de chuparse los dientes ni de cambiar de colores, como acostumbran hacerlo cuando algo los incomoda. No bien los arrojamos sobre las redes, se sosegaron. En un principio, la sal se hizo pequeños grumos en los delicados estambres que los cubrían, pero luego fue entrando en sus cuerpos como una pasta serena e indolora. El Blanco se puso colorado y El Gitano, quien se encarga de fotografiarlos para que no se confundan, no dejaba de disparar su aparato perturbando la noche. Cuando los estábamos subiendo a la carroza, uno de ellos empezó a vomitar plumas rosadas hasta formar una especie de colchón, donde los otros se fueron acomodando tranquilamente y sin chistar.

CHAMBI

Creo no equivocarme cuando afirmo que Martín Chambi es una faceta tardíamente recuperada de ese complejo movimiento artístico y social que se llamó el indigenismo y que entre las décadas del veinte y el treinta tuvo insignes representantes como José Sabogal en la pintura, Enrique López Albújar y José María Arguedas en la literatura, Luis E. Valcárcel en la historia y José Carlos Mariátegui en la política. Es asombroso constatar como Martín Chambi, valiéndose de aparatos y procedimientos- que ahora resultan rudimentarios- logra convertir a la puna y al hombre andino en entidades que expresan una época, su atmósfera y su drama. En las placas de Chambi la realidad vuelve a inventarse, a recrearse, abandonando las limitaciones y miserias propias de las circunstancias que la crearon

Los templos cristianos fotografiados por Chambi están cargados de soledad y luz, sus claroscuros exhalan aún oración y recogimiento. Machu Picchu, Sacsayhuaman y el Templo del Korikancha están capturados en esa majestad que sólo saben conferir el tiempo y el misterio. El retrato de esas piedras sugiere rostros y labios de extraños seres que se agitan, convocan y dominan.

Pero tal vez lo más importante de Chambi resulte su papel de cronista gráfico, su franca capacidad de denuncia y su amor por el pueblo. “La Fiesta de las nieves” es, desde este punto de vista, uno de sus más hermosos documentos. Se trata de una multitud de indios, convertida, gracias a la mélica retina del fotógrafo, en la metáfora de un camino, en un soterrado canto a la magnífica soledad del ande. Su ya famoso “Nativo de Paruro” es otra fotografía igualmente intensa y testimonial. Es, en cierta forma, el símbolo y el epítome de la obra de Chambi. Perenniza a un indio extraño, un gigante desarrapado con la mirada puesta en nosotros y contra nosotros.

En este inventario de la época, está también el boato, la sensualidad, el dolce far niente de una clase representada por una dama cuzqueña, la kafkiana crueldad de la justicia graficada en su “Audiencia en la Corte Superior del Cuzco” y acaso la plétora del poder en esa fotografía donde un hacendado navega sobre un mar de papas cosechadas.

Martín Chambi es, sin duda, el otro Garcilazo Inca que nos faltaba.

LA MALA PROSA DE CÉSAR VALLEJO




Los constantes y profusos homenajes realizados en el Perú a César Vallejo han venido a señalar – como era previsible – la existencia de dos imágenes o perspectivas del poeta. Por un lado, la de un Vallejo oficial, momificado y aséptico; y por otro, la de un Vallejo marxista, ética y estéticamente vigente en el Perú de hoy.

El primero – el Vallejo oficial – era sencillamente inevitable. Una obra poética de trascendencia mundial como la suya no podía ser ocultada ni soslayada por mucho tiempo. Aunque incómodo, debido a su militancia política, era necesario para el oficialismo poner al poeta en hornacina, mistificarlo y quemar incienso ante su cadáver. Después de todo, su poesía es “difícil”, “incomprensible”, “un asunto de intelectuales”.

No ha ocurrido, sin embargo, lo mismo con el Vallejo dramaturgo, cronista y narrador, es decir con el escritor que, armado de una estética revolucionaria y de un claro sentido de la libertad creadora, instrumentó su prosa para dar testimonio de la revolución bolchevique (Rusia en 1931), denunciar la penetración imperialista en el Perú (El Tungsteno, Lock -out), sublevar nuestras conciencias (Paco Yunque, Colacho hermanos) o bien para reflexionar sobre el arte y la sociedad (Contra el secreto profesional, El arte y la revolución) utilizando magistralmente el materialismo dialéctico como instrumento de análisis y comprensión.

A este Vallejo, dramaturgo, cronista y narrador, es necesario combatirlo todavía. Es imperioso sustraer a los lectores, a los jóvenes sobre todo, de una obra esclarecedora, incitante, recorrida en todo momento por un genuino espíritu revolucionario y la ética creadora de un artista consciente de su oficio. Pero para que el ataque no parezca “artero” es necesario demostrar antes que la obra en prosa de Vallejo es artísticamente pobre. No son pocos los literatos y críticos peruanos (Pablo Guevara, Antonio Cisneros, Washington Delgado, entre otros) que en los últimos años se han prestado para ello. “Pasto comercial para el olvido” así ha calificado el poeta Antonio Cisneros los dramas y los relatos de César Vallejo. Obras maniqueas, escritos pane lucrando, cuentos y novelas sin mayor importancia literaria, piezas teatrales prescindibles, crónicas de ocasión, en tales términos muchos de nuestros intelectuales han adjetivado la obra en prosa del poeta santiaguino. Saturados de poesía beat, de neoliberalismo y burocracia poltrona, olvidan que la actividad creadora de Vallejo no estuvo pendiente de los ismos o las modas literarias de su época. Esa actividad era la expresión más alta de la conciencia de un hombre que había optado por una nueva concepción del mundo y que sabía cuál era el sentido y el objetivo de cada uno de sus actos.

No hay testimonio alguno de que Vallejo privilegiara su poesía sobre su prosa. Tanto El Tungsteno como España aparta de mí este cáliz son producto de su madurez creadora y militancia política. Debemos convenir que en la factura de estas obras, tanto como en las otras, Vallejo se dio íntegro. Un escritor genuino como él no podía escribir por moda, por receta ni por mandato. “Como hombre puedo simpatizar y trabajar por la revolución, pero como artista, no está en manos de nadie, ni en las mías propias, el controlar los alcances políticos que pueden ocultarse en mis poemas”, escribió en El arte y la revolución.

Si bien es cierto que su poesía resultó más difundida (hecho que escapa a los propósitos del autor) que su prosa, ésta es de una calidad insoslayable. Sus crónicas, recogidas por Puccinelli en un libro titulado Desde Europa son verdadero modelo de estilo periodístico. Su teatro, cuya calidad artística se demuestra en la valoración de los especialistas y el montaje de sus obras, no sólo es revolucionario por su contenido político sino también por su propuesta estética. La narrativa de Vallejo se inscribe como fundadora de la narrativa proletaria en el Perú. Valdelomar incorpora a nuestra literatura la imagen de la provincia, pero la provincia arcádica, Vallejo incorpora el tema social, la tesis política, y eso – aunado a la necesaria y espontánea sencillez del estilo - sería suficiente para ubicarlo en un lugar pionero de nuestra prosa. Pero hay algo más. Una lectura atenta y desapasionada de sus dramas y relatos nos revela gérmenes muy notorios de técnicas (monólogo interior, ruptura de la sintaxis, vasos comunicantes, etc) que ahora, después de muchos años, son utilizadas aún entre los propios detractores de la prosa vallejiana. Claro que siempre sonará más “elegante” atribuir esas influencias a Faulkner o Joyce, que no a un preclaro escritor peruano con los dos estigmas más detestables entre nosotros: cholo y comunista.