sábado, 1 de diciembre de 2007

RECORDANDO AL CONDE DE LEMOS


Para quienes han escudriñado la vida de Abraham Valdelomar, la lectura de sus cuentos y poemas resulta doblemente gratificante, pues encontramos ante un autor que, en lo más íntimo, no intentó nunca traicionarse a sí mismo. Hizo de su imagen pública una caparazón para ocultar lo más auténtico de su personalidad en medio de una sociedad incapaz de comprenderlo, vacía y decadente. Él mismo contribuyó a crear esa imagen displicente y afantasmada sin la cual tal vez nadie, o muy pocos, se habrían ocupado de su obra literaria.

En Valdelomar, lo anecdótico resulta singularmente importante. El acuñar anécdotas para El Conde de Lemos (tal era su campanudo seudónimo) era una suerte de género artístico que él ejercía con pasión. A través de ellas es posible detectar ahora la sutil simbiosis entre el creador y su contexto social. Referiré algunas:

Es fama que cuando en 1918 el todavía ‘incipiente’ poeta trujillano César Vallejo se traslada a Lima para continuar sus estudios universitarios fue presentado al Conde de Lemos por un amigo común. Al término de dicho encuentro, Valdelomar, adoptando una pose doctoral, despidió al poeta con las siguientes palabras: “Ahora puede usted ir a su pueblo y decir con orgullo que ha estrechado la mano de Abraham, Valdelomar.”

En 1916, sostuvo una encendida polémica generacional con Sansón Carrasco ( agresivo seudónimo de don Enrique López Albújar) luego de haber escrito una nota en el diario La Prensa, en la que el excéntrico poeta iqueño afirmaba: “El criollismo entre nosotros, el noble criollismo, la gentil literatura del terruño, comienza, si no me equivoco, con el cuento ‘El Caballero Carmelo’”, lo cual resultó, después de todo, una verdad inobjetable; sin desmerecer, por supuesto, al vigoroso autor de los Cuentos andinos.

El Palais Concert era en tiempos de Valdelomar y Mariátegui el café al que concurrían los artistas y escritores de la época. Estaba ubicado en el Jirón de La Unión y en él tenía el Conde de Lemos licencias de imperator. No pocas veces lo escucharon decir: “El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert, el Palais Concert soy yo…por lo tanto, el Perú soy yo”.

En cierta ocasión Abraham Valdelomar paseaba solo por el Jirón de la Unión y de pronto se encontró frente a frente, en la misma acera, con una de las tantas enemistades que tan prolijamente cultivaba. Ninguno de los dos quería darse el paso. El anónimo enemigo de Valdelomar rompió los fuegos:

–Yo no doy paso a la porquería –rezongó.

Valdelomar, haciendo un esguince taurino y cediéndole el paso, respondió:

-Yo sí.

En su libro Mariátegui y su tiempo, Armando Bazán nos relata uno de los más curiosos acontecimientos de la vida de Abraham Valdelomar. “La otra anécdota –escribe –está relacionada con la presencia de Norka Ruskaya en Lima. Valdelomar, Mariátegui y algunos otros periodistas que eran amigos de la eximia bailarina le propusieron una noche que fuera a ejercer sus ‘divinas dotes’ en pleno cementerio al influjo de la Marcha Fúnebre, de Chopin y bajo la embrujada claridad lunar.
Norka Ruskaya aceptó placentera ante la iniciativa y fue con ellos al lugar de los sucesos que al día siguiente conmovieron el ambiente nacional. La bailarina despojóse de sus vestiduras corrientes, cubrióse con sutiles velos, y a los acordes de un violín ejecutó la célebre danza entre las tumbas.

La mayor parte de los profanos fueron a parar tras las rejas. El suceso adquirió proporciones nacionales y fue debatido en las cámaras de nuestros honorables diputados y senadores. Allí tampoco faltaron los descendientes directos de Torquemada que clamaban por un castigo ejemplar. Menos mal que la voz de algunos letrados inteligentes de ese tiempo llegó a imponer los fueros de la cultura y el arte sobre las encrespadas furias de la barbarie, y los presos fueron puestos en libertad.”

Discípulo del megalómano italiano Grabiel D’Anunzio, Valdelomar asumió personalmente la parodia de una plutocracia destruida y aniquilada por la guerra con Chile. Usaba escarpines, monóculo y levita. Se polveaba la cara y solía besarse públicamente la mano derecha diciendo: “La beso porque esta es la mano que escribió El Caballero Carmelo”.

En otras ocasiones, cuando alguien le increpaba sus desplantes, acostumbraba blandir esta respuesta lapidaria: “En un país de sumisos, el orgullo no es un defecto sino una virtud”.

Valdelomar prácticamente no hizo estudios universitarios. Se sabe por Manuel de Priego que se matriculó cinco veces en el primer año de la Facultad de Letras de San Marcos y una vez en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Roma, pero en esta ocasión (1914) el derrocamiento de su protector, el Presidente Billinghurst, lo obligó a abandonar los claustros y regresar al Perú.

Se declaró siempre, en serio y en broma, como un espíritu anti-universitario, aunque lo más probable es que en el fondo se sintiera frustrado de no tener un título universitario, que por esos años era inobjetablemente un timbre de distinción.

Valdelomar ha pasado a los anales de nuestra historia literaria como el autor de dos sinfonías inmortales: el cuento El Caballero Carmelo y el celebrado soneto Tristitia que, según se cuenta, Neruda recitaba por las mañanas frente al mar. Yo agregaría este otro bellísimo testimonio personal:

"Soy panteísta. Más ha contribuido en la formación de mi espíritu, la muda contemplación de estos médanos y guarangales, de estos viñedos y algodoneros florecidos, de estos sauces añosos, de estas acequias lentas y sombreadas, de estos crepúsculos encendidos y de estas noches consteladas por el raro florilegio de las estrellas, que las lecciones de Filosofía del Dr. Deustua, o las novelas de Anatole France. La humanidad necesita vidas honestas, sensibles, útiles y fecundas. No necesita malabaristas del pensamiento. Los hombres fundarán todas las universidades que quieran; pero enseña más un amanecer en el campo que un catedrático de estética".






viernes, 30 de noviembre de 2007

CÉSAR VALLEJO NO HA MUERTO


(Artículo publicado en el diario CORREO de Piura el miércoles 11 de mayo de 1977 como respuesta al texto homómino del profesor español Ramón de Dolarea, publicado en el Diario El TIEMPO el 23 de abril de 1977)

Publico en mi blog este viejo artículo para que se sepa las diferentes batallas que, desde tiempo atrás, hemos librado los vallejistas en defensa de la vida, la obra y el pensamiento de nuestro ilustre poeta. La insidia antivallejo empezó cuando él aún vivía y, sobre todo, cuando se hizo militante comunista (1928-1930). El profesor Dolarea, a quien no conocí personalmente, llegó a Piura en los años setenta como docente de la Universidad Privada de Piura, prístino bastión de la santa mafia llamada Opus Dei, a la que ahora pertenecen el cura Cipriani y el casto Rafael Rey. La lucha, ciertamente, continuará.



La mayoría de escritos publicados como homenaje en el mes de la muerte de nuestro insigne vate César Vallejo, buscan sustancialmente un objetivo común: convertirlo en un místico “frustrado”. El error parte de un apreciable desconocimiento tanto de la vida como de la obra del poeta. Todos sabemos que con Los heraldos negros, Vallejo se inicia como epígono parcial del modernismo, escuela literaria instituida por Herrera y Reissig y Rubén Darío, de quienes absorbió el singular simbolismo y el gesto irreverente. De ahí proviene su primera imprecación literaria contra dios y esas primeras interrogantes que, saliéndose de los parámetros formales de su época, lo sitúan como un poeta de “protesta metafísica” (Hay golpes en la vida, tan fuertes…yo no sé. /Golpes como del odio de dios…)

1. El político

Es demasiado pronto para deducir de esta primera etapa que Vallejo padece “los altibajos del misticismo a la blasefemia”, como afirma el profesor Dolarea, pues todos sabemos que una vez convertido en residente parisino, César Vallejo se muestra muy preocupado por su actitud política y su quehacer literario. Si recurrimos a fuentes fidedignas, como es el caso de su propia esposa (Vallejo: allá ellos, allá ellos, allá ellos) nos percataremos de que la vida de nuestro poeta en París era un constante anhelo por comprender su época, por reflejar en su literatura la lucha de clases, por conocer e intervenir en la ascendente labor político-cultural del proletariado peruano. Prueba de ello son sus artículos para la revista “Mundial”, su correspondencia con José Carlos Mariátegui, sus colaboraciones en “Amauta”, su franca ruptura con el APRA, su viaje a Rusia y los libros que escribió sobre el naciente socialismo ruso, su conversión al marxismo-leninismo, su expulsión de Francia y su activa participación en la Guerra Civil Española (1936-1939). Dejamos de mencionar los libros España, aparta de mí este cáliz y Poemas humanos por tratarse de libros con una orientación política definida, obviamente marxista.

2. Místico del socialismo

De ninguna manera Vallejo es, como quiere el profesor Dolarea, un Rasputín que vive “entre la blasfemia y el misticismo”. Debemos comprender que Vallejo fue un político militante, un combatiente del proletariado, un poeta que lejos de proclamar el “vox populi, vox dei” afirmaba: “toda voz genial viene del pueblo y va hacia él”. Tratar de “descubrir” al Vallejo místico no es precisamente un error porque Vallejo fue un místico del socialismo. Lo que constituye un equívoco (y por lo general una mala intención) es querer convertir a Vallejo en un fraile que escribía versos o en un hedonista cuya angustia esencial era “o dios o el ateísmo”. La historia no debe falsear la realidad.



3. Las rupturas consentidas

Dice el “doctor” Dolarea que “la falta de formación” (¡!) de Vallejo es la que lo lleva, junto con la duda, a esas “rupturas consentidas con dios”. Esto sí que es una grave injusticia. El hecho de que Vallejo haya discrepado con el idealismo cristiano (el lector puede percatarse de ello leyendo Rusia en 1931) no significa en modo alguno que el poeta haya carecido de formación. ¿De dónde ha sacado el profesor Dolarea que cristianismo es sinónimo de “buena formación” y que las otras religiones o creencias lo son de “mala formación”? Afirmar esto es retroceder al oscurantismo medieval de los inquisidores y de la leña verde.

4. Mestizaje y religión

Otro de los errores conceptuales del profesor Dolarea lo comete cuando afirma que la poesía de Vallejo, por ser mestiza, “es en consecuencia religiosa”. La conquista española no significó nunca un triunfo absoluto de la monarquía ibérica ni de sus vicarios en tierras americanas. Por el contrario, la dominación española siempre fue combatida, desde Atahualpa hasta hoy, a través de lo que se conoce como el proyecto indígena de liberación nacional. La religión católica, por su lado, lejos de arraigar en su forma ortodoxa en las grandes mayorías peruanas, ha quedado convertida, debido al sincretismo, en una yuxtaposición de paganismo y ritualismo, a través de la cual el pueblo peruano rememora y defiende sus antiguas creencias. Es absurdo, pues plantear que el mestizaje biológico de Vallejo deba significar que su literatura es, por eso, “naturalmente” católica. Las menciones de Vallejo a dios en su poesía no lo convierten en católico. No olvidemos que descendía de curas y que pertenecía a una familia rural donde las expresiones cristianas (si dios quiere, dios se lo pague, sólo dios sabe, que dios te bendiga, etc, etc) son frecuentes y no implican necesariamente la adhesión filosófica a una corriente religiosa.

5. Vallejo trágico

En el Perú, se ha hecho de Vallejo una leyenda trágica. Hasta en su iconografía se procura plasmar en sus rasgos la desesperación, la soledad, la angustia irreductible, lo cual no corresponde a la verdad. Vallejo no añoraba el Perú, como sostiene el profesor Dolarea, “por sus montañas, el verdor de sus valles estrechos y la limpidez de su cielo azul”. Vallejo deseaba retornar al Perú para intervenir directamente en las incipientes luchas del proletariado peruano. Montañas, valles verdes y cielos azules hay de sobra en Europa y Vallejo pudo haberlos recorrido (y de hecho lo hizo) sin necesidad de someterse a “angustias existenciales”.

6. El hijo pródigo

El profesor Dolarea llama a Vallejo “el hijo pródigo que ha evadido sus propias responsabilidades”. Como respuesta a ello, básteme decir que Vallejo murió pronunciando el sagrado nombre de España, pero no el de la España franquista, monárquica y reaccionaria, sino el de la España popular, la de los republicanos y las Brigadas Internacionales. Y esa España fue una de las mayores responsabilidades de su tiempo. Él no sólo asumió la suya sino que llamó a todos los literatos de su tiempo a defender la causa de la República Española, precisamente en una intervención que denominó “La responsabilidad del escritor” durante el II Congreso de Escritores Antifascistas realizado en Madrid en julio de 1937. Allí Vallejo, entre otras cosas, dijo: “Jesús decía: ‘mi reino no es de este mundo’. Creo que ha llegado el momento en que la conciencia del escritor revolucionario puede concretarse en una fórmula que reemplace a esta fórmula, diciendo: ‘Mi reino es de este mundo, pero también del otro’”. Irresponsables fueron, y siguen siendo, los que con su adhesión alentaron la derrota del ejército popular republicano, permitiendo que Adolfo Hitler, con las puertas abiertas y sin trabas, sometiera a casi toda Europa a sus planes genocidas, racistas e imperialistas..

7. El talento truncado

Por último, el “doctor” Dolarea afirma que “ las causas del talento truncado de Vallejo son dos: su ateísmo, que imperaba en Europa, y las caídas recurrentes del poeta en la pasión y el desenfreno”. Dos barbaridades del tamaño de una catedral.

En primer lugar, es necesario aclarar que muchos famosos talentos han sido y son ateos o agnósticos, y no por eso son “talentos truncados”. Mencionemos a algunos: Voltaire, Fuerbach, Karl Marx, Neil Bohrs, Bertrand Rusell y un largo etcétera. El axioma del profesor Dolarea: “ateísmo es igual a talento frustrado” no tiene ni pies ni cabeza.

Segundo y último: ¿De dónde saca el profesor Dolarea al Vallejo “desenfrenado” y “pasional”? Sólo el odio a todo lo que huela a marxismo, que el Opus Dei les inculca a sus turiferarios, hace que se escriban sandeces como ésta.

jueves, 29 de noviembre de 2007

UN GÁNSTER A SU MUSA



ME VUELVO UN GÁNSTER cuando estoy contigo:
Pierdo el tiempo, no estoy, remoloneo,
Me vuelvo un animal hecho de lámparas,
Un gato verde, una anguila con descargas
Eléctricas de luna…Y sólo duermo,
Y sólo muerdo del pasto de tus senos
Y escribo con mis yemas en tus nalgas
Grafitis de tunante enamorado.
No me importan las calles ni la gente,
Si la lluvia ha cesado o los tenderos abren.
Nada, nada me importa tanto
Como lamerte con mi lengua de allco
Y convertirme en cauce floral de tu torrente.
En cuanto llegas, mi cama se convierte
En un breve planeta en el que caben
Sólo dos: mi alegría de gánster
Y la tuya de alondra al comenzar el alba.
Todo se borra detrás de mi ventana:
El viento es otro viento, el mundo se evapora.
Sólo nosotros somos, hemos sido tomados
En rehén por las fuerzas del amor insaciable.
Tú y yo… ¿qué diablo nos importa
Lo que acontezca afuera?
¿Si las palomas duermen, si una muchacha llora,
Si ha llegado el otoño o ardió la primavera?
Sólo nosotros somos, estamos, nos amamos,
Nos penetramos lentos, furiosos, amarrados
Por una rosa roja.
Para qué quiero el aire si te tengo
Para qué a los demás si tú me bastas
Para qué ríos, corolas o montañas
Si tu saliva, tus labios y tu pubis
Son mucho más que eso.
Nos amamos nomás. Duermes y duermo.
Otra vez nos amamos y dormimos.
¿Qué diablo nos importa
A un gánster desnudo, sin sus botas,
Y a una musa feliz que se ha dormido
Bocabajo en su cama, desvestida,
Lo que ocurra detrás de esa ventana
Donde anda tanta gente haciendo tonterías?

EL DÍA EN QUE ELLA VA A REUNIRSE CON ÉL


Danilo Sánchez Lihón


1. Dulzura por dulzura corazona

Cayó y rodó por las gradas de cemento de la escalera de su departamento, en el quinto piso del edificio donde vivía, en la cuadra 52 de la Av. Arequipa. El golpe le ocasionó una lesión cerebro vascular de la cual no se recuperó jamás.

Tres horas estuvo inconsciente tirada en la losa sin que nadie pudiera auxiliarla. Y es que vivía sola.

Era la esposa –lo es– del poeta más estremecedor, audaz y rotundo de los últimos siglos de la poesía universal, quien escribió para ella:

Costilla de mi cosa,
dulzura que tú tapas sonriendo con tu mano;
tu traje negro que se habrá acabado,
amada, amada en masa,
¡qué unido a tu rodilla enferma!
Simple ahora te veo, te comprendo avergonzado
en Letonia, Alemania, Rusia, Bélgica, tu ausente,
tu portátil ausente,
hombre convulso de la mujer temblando entre sus vínculos.
¡Amada en la figura de tu cola irreparable,
amada que yo amara con fósforos floridos...

Cuando era niña, a los seis años contrajo tuberculosis en una pierna, quizá por eso rodó en la escalera de su casa.

El accidente fue por salir a dar de comer a los gatos de la vecindad, que se reunían cotidianamente para este ceremonial y en aras del cual ella preparaba pacientemente la comida, cortando el pan en pequeños trozos, mezclándolos con atún y saliéndolos a repartir a los mininos a quienes revisaba sus heridas y curaba sus lastimaduras.

Ese accidente, cuando ella tiene 71 años, ocurrido el año 1979, le ocasiona una lesión cerebro vascular.

El accidente ocurrido a principios del año 1979, cuando contaba con 71 años de edad, le provocó un ataque de hemiplejia que devino en arterio-esclerosis.

Fue internada en la Clínica San Borja, luego en el Hospital Militar por gestión del Ministro de Educación Gral. Guabloche Rodríguez y, posteriormente, el 14 de febrero de 1979 fue internada en la Clínica Maison de Santé, donde ocupó el departamento 328. Para ello, la Sociedad de Beneficencia Francesa le otorgó una subvención de mil francos mensuales para sufragar gastos de medicinas y servicios médicos.


2. Los niños inválidos fueron quienes la acompañaron a su tumba

Murió después de cinco años de permanecer postrada a consecuencia de la caída referida, expirando el 4 de diciembre del año 1984, a las 5.35 de la madrugada, víctima de un ataque cardíaco y embolia cerebral, a la edad de 76 años.

Sus restos fueron trasladados a la capilla del Hogar Clínica San Juan de Dios donde fueron velados.

Está sepultada en el Cementerio de la Planicie, en una tumba donada por los hermanos de esa casa de San Juan de Dios que ayuda a los niños con limitaciones en su salud corporal y mental.

Esos niños inválidos fueron quienes la acompañaron a su tumba. Y ¡qué bien que así lo hicieran porque nada puede ser más afín a Georgette que esa escolta y ese séquito!

Son los representantes de un país herido, lacerado por tantos sufrimientos. Pero también son las huestes de los voluntarios de la República Española, adultos o niños, que luchan por la redención del hombre.

Donó todo lo suyo, incluso los manuscritos de César Vallejo, a los enfermos de dicho nosocomio e institución de caridad. En poder de nadie esta herencia tiene su mayor sentido y coherencia que en manos de los enfermos del Hogar Clínica San Juan de Dios.


3. Por quienes habrá que echarnos la culpa a todos

Al morir pesaba 40 kilos.

El hermano Lázaro Simón Cánovas, director del Hogar Clínica San Juan de Dios, quien la conoció muy de cerca, dijo en su sepelio:
“Había que estar muy cerca de ella para comprender la inmensa ternura que guardaba detrás de su introversión".
Ternura que era enorme y total frente al mundo desvalido, humillado e impotente.

Para con los niños sobre quienes se abate y asesta el golpe ciego y fiero la invalidez.

Para con aquellos que son víctimas de la violencia familiar.

Con quienes son víctimas de la sinrazón y la ceguera del mundo.

Respecto a quienes no habrá a nadie a quien culpar por el abandono y la atrocidad en la cual viven.

Por quienes habrá que echarnos la culpa a todos; a uno mismo, que es lo que generalmente ella hacía.

Que es lo mismo que hacía su esposo, César Vallejo, quien confesaba:

Señor. . .
Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón...

4. A quien correspondía dar el veredicto y la sentencia final, desde la eternidad

Sobrevivió 46 años a su esposo, muerto en 1938. En todo ese tiempo le fue totalmente fiel y consagrada a defender su obra. Vivía con él, dormía con la mano aferrada a la escultura de la mano de él que se la tomó en yeso, aún en su lecho de muerte.

Sin embargo había días en que estaban enojados:

– Estoy enojada con Cesár. –Decía con ese modo de pronunciar el nombre de pila de su esposo, acentuando la última sílaba y haciéndola una palabra aguda.

Lo cual significaba que tenía cubierta con un lienzo la mascarilla de César Vallejo. Entonces la réplica que tenía de su rostro estaba a oscuras, sin luz, cubierta con un manto.

Había puesto de ese modo la separación de una delgada tela entre ella y ese ser que habitaba su universo de manera impertérrita como ningún otro poeta en el mundo se tiene noticia que haya existido tan evidente, más allá de la muerte para alguna mujer.

Sin embargo, era un ser que tenía muchos motivos para la queja y el reproche hacia quien fue su esposo, una pareja que sufrió mucho a su lado y siguió sufriendo más aún sola y sin él. Una persona que dejó mundo tras mundo por él: su infancia, su provincia, su candor, su fortuna, su país, su paz y finalmente su vida.

Fue la peregrina, la rabona, la montonera, quien encarna de manera central y auténtica su mensaje, su misión y la trascendencia que él vino a representar en este mundo.

Pero había otros días en esa larga sobre vivencia amanecía y expresaba radiante:

– Ya estoy amistada con Cesár.

Y entonces descubría la mascarilla. Iniciaba para tal ocasión una larga conversación con él, acerca de la vida cotidiana, de las cosas del mundo. Ella le contaba, como si fuera una chiquilla, hasta de sus equívocos, sin parar y él respondía con monosílabos, como un oráculo que más escucha que habla pero a quien correspondía dar el veredicto y la sentencia final, desde la eternidad.


5. Engarzada en la mano y en el alma de ese ser andino, mestizo y absoluto

Tenía ella para regir su vida la voz del océano, de la montaña, del trueno y del relámpago que era él, porque en eso se convirtió Vallejo para ella, espacio estelar y en voz, en sentido y en dirección de la vida.

Por eso, de lo que no se desprendió ella jamás era de su palabra, de su manera de ser, como de su reflexión al punto de llegar a pensar y actuar como él.

Y tal como lo expresó: Lo único que le faltaba para vivir plenamente a su lado “eran sus pasos”.

Y es que caminaron mucho juntos, su estilo era ir cogidos de la mano, amorosos. Deambularon por Berlín, Leningrado, Moscú, Praga, Viena, Budapest, Venecia, Florencia, Roma, Pisa, Génova, Niza. Eran dos seres que encontraron un compás absoluto al caminar, se los nota en la foto transitando con Rafael Alberti en una calle de Madrid.

¿Cómo se los ve? Absolutos, íntegros. Acoplados en el caminar, coincidentes, hechos uno para el otro. Ela muy bella y muy mujer; él muy señor, y varón. Ella: encantadora, una gacela y una flor de liz, un emblema del imperio. Hermosa, elegante, espigada.

Sumida en una especie de encantamiento, muy en su aureola y en su mundo, parisina como era, con el abrigo que bate al viento, arrobada en sí misma, con un sombrero sutil, con un collar que le pende al cuello, se descuelga por su pecho y un chaleco de botones ostentosos.

Las rodillas muy juntas al caminar, una con otra como cabe en una mujer a quien su madre ha inculcado el orgullo de tener ascendencia en la nobleza napoleónica, pero que ahora va engarzada en la mano y en el alma de ese ser andino, mestizo y absoluto como es César Vallejo, de traje oscuro riguroso, con una punta de pañuelo blanco que le sobresale en el pecho y que en la mano porta un sombrero de fieltro claro.


6. ¿Qué son nuestros destinos y de qué materia estamos hechos?

Es una pareja de cuento, una pareja para la historia de la humanidad, que como ella no se ha visto otra. Yo lo supe cuando ella ingresó 14 años después de haber muerto su esposo e iba a conocer viniendo desde Trujillo, es más: desde Lima, es más: desde París, para conocer mi pueblo de Santiago de Chuco enclavado en los andes hasta donde ella arribó siguiendo los pasos de quien fuera su esposo hacía tantos años muerto. ¿No ocurre que más bien sobre el amor se abate el olvido?

Por eso y muchas otras razones significativas es una pareja para la historia de los siglos. Lo importante del instante y del segundo de esa foto en España es que esas dos vidas se persiguieron una a la otra 46 años después que uno de ellos muriera.

En este mundo y en este planeta ellos volverían a encontrarse muchas veces. Y estarán ahora juntos si es que existen otros mundos que repliquen o representen o proyecten a este en donde sobrevivimos.

Tenía Georgette una vida familiar intensa con su esposo difunto. El referente era la mascarilla que ella mandó a que se le tomara en el lecho de su muerte.

Hasta peleaba con él, con el yeso del alma y el aroma a ciegas del ausente. ¿Qué fuerza puede tener la vida para esta suplantación del pálpito y hasta del aliento ¡y hasta de la química del olor! en la tierra blanca con goma que es el yeso? ¿No es igual cuando adoramos con devoción infinita a tantos santos entronizados en los altares? ¿Qué son nuestros destinos para llegar a esta consubstanciación? ¿Y de qué materia estamos hechos los humanos para reverenciar la vida en lo muerto, o en algo que no tiene vida, o en aquello que la lógica y el raciocinio niega y deplora?


7. Tenía que cumplir una misión y una obra aún no terminada

Estas relaciones paradigmáticas actitudes solo caben en los seres más extraordinarios pero a la vez en los más simples y humildes. En quienes no caben es en los términos medios. Yo he visto en las gentes sencillas este amor consumado más allá de la vida y de la muerte. Y he contemplado ese rito supremo del amor en amuletos y hasta en los objetos cotidianos que alguien tocara, en donde posó su mano el amado o la amada.

Sólo muy pocas veces la mascarilla de Vallejo en la casa de Georgette estuvo cubierta, Lo normal era que conversaran y hablaran interminablemente y que estuviera libre del manto del enojo porque más estuvieron en paz y armonía y en franca comunión.

Sólo una vez estuvo por mucho tiempo cubierta. Sólo una vez tembló la vida a tal punto que amenazara derrumbarse. Sólo una vez estuvo Georgette a punto de dejarlo a él para siempre cuando él ya hacía años que había muerto. Y el motivo fue todo lo que él hizo para salvarla. ¡Pero ella quería irse con él!

La golondrina estuvo a punto de cambiar de rumbo, de cambiar a otro océano. ¡Imposible, no hay otro océano para seres como ella! Pero pudo posar en cualquier roca o piedra. Y no lo hizo. Hubiera emigrado hacia otra playa, quizá de alguna laguna, charco e incluso pantano. Y no incurrió en eso.

Fue, lo confiesa ella, la circunstancia más terrible que ha pasado en la vida, después de la muerte misma de Vallejo en que estuvo de pie a su lado cerca de cuarenta días con sus noches.

Y esta vez fue cuando ella consultó a un medium y éste le reveló un hecho que para ella fue atroz, que estuvo a punto de hacer que el mundo se derrumbara por completo:

Este medium le reveló lo siguiente: Que ella estuvo a punto de morir e ir, consecuentemente, a reunirse con él. Y allí se interpuso Vallejo para que ella permaneciera aquí. Que ella tenía que cumplir una misión y una obra aún no terminada.


8. La crisis más atroz que ella pasó, lo confesó así, en este mundo

Este hecho, este aplazamiento de volver a juntarse en el cosmos y ser una sola alma en dos cuerpos –aunque estas categorías no son para esos mundos, en donde ya se han encontrado– le causó tal decepción que mucho tiempo la mascarilla permaneció cubierta y ella anonadada no sabía cómo convertir su amor en odio, su pasión en rencor, su cariño en amargura. Ella misma lo ha explicado de este modo:
“Aún estando muerto yo continué casada con él. Nunca me interesó otro hombre, pero un día terrible un medium me dijo que se había comunicado con el espíritu de Vallejo y que él le había dicho: “Georgette quiso seguirme a la muerte pero yo quise que se quedara en la vida”. Ese día me separé brutalmente de él. Así, mientras uno vive con un muerto vive con él, pero cuando uno se separa, entonces empieza la horrenda soledad”
Entonces empezó a romper, a desprenderse de cosas, a querer librarse de él, sin saber por dónde empezar a desatar el nudo que lo ataba a ese hombre que le había inferido el dolor más atroz: el de aplazar el tiempo para reunirse y ser otra vez uno, de estar otra vez juntos.

De ese hombre que había cometido el acto cruel, traidor y desalmado de obligarla a permanecer en este mundo en donde él ya no estaba y de aplazar de modo interminable el reencuentro.

Fue la crisis más atroz que ella pasó, lo confesó así, en este mundo.


9. Nevé tanto para que tú duermas

Georgette dejó sellada la tumba de César Vallejo –como esposa legítima que era, pues se casaron el 11 de octubre del año 1934 en la Alcaldía del Distrito 15 de París– de tal modo que nunca sea posible abrirla sin su consentimiento.

De ese modo, al morir ella, se esfumaba y caía en un pozo ciego y abismal la única llave que hubiera hecho posible abrir ese catafalco. Ya no solo el retorno a su tierra sino que ni siquiera trasladar el hueso húmero de Vallejo al Perú y a Santiago de Chuco es posible, como es nuestro más profundo y sentido anhelo.

Ella adquirió a perpetuidad la tumba de Montparnasse e hizo trasladar allí los restos mortuorios del poeta –en el lugar que él le indicara que quería descansar algún día, y donde reposan los célebres e inmortales de Francia y el mundo– hecho que consumó el año 1968, para lo cual ahorró moneda tras moneda y sin pedir ayuda a nadie.

Pero dejó estipulado una cláusula en el contrato que de acuerdo a las leyes de Francia es inalienable. Dicha cláusula de acuerdo al régimen de propiedad privada de dicho país es que nadie sin su consentimiento puede abrir dicha tumba. De ese modo lo hizo suyo para siempre, actitud uterina de mujer, quizá haciéndolo el primer y único hijo que alcanzó a tener.

Sobre su lápida mandó grabar parte de este epitafio que escribió para él:

Tú mi vida
tú mi desgracia

toda mujer eternamente
mece un niño

Nevé tanto
para que tú duermas

lloré tanto
para desvanecer tu ataúd

Sin embargo, ella deseó ser enterrada en el Perú, como última e inquebrantable voluntad, como expiación por haberse opuesto de modo tenaz e irrevocable a la repatriación de los restos mortales de César Vallejo a su tierra natal.

10. Tu frente llena de sollozos en mi regazo seco

No gestionó ser enterrada al lado de César Vallejo. No hizo nada para que ello se cumpliera. Pese al amor sublime, más allá de la vida y la muerte, que traspone y alcanza la eternidad, y que ella le tuvo.

Amor que sobre todo lo probó con su vida, sus pasos y su ejemplo, no dio un solo paso por reunirse con él en este mundo.

Pese a quienes la zahirieron y le reprocharon un querer aprovechar la memoria de su esposo y colocarse muy cerca de él. Se quedó aquí en el cementerio Jardines de la Paz, de La Planicie, en la Capilla 2, Letra C, Fila 4, Nicho 36, Planta B.

¡Sin embargo, aquel lugar en su tumba al lado de él, en Montparnasse, le correspondía!

Pero era más profunda su posesión de tal modo que como cadáver lo porta en el útero simbólico de lo que es su tierra de origen, su cultura y su gente.

¡Sin embargo, ese lugar en su tumba al lado de él le corresponde sobre manera!, no por lo esposa que fue sino por lo mujer eterna consagrada a él en la vida y en la muerte!

No ocupa el lugar que le corresponde. No hizo nada por ello. Y al contrario deshizo en el planeta tierra, siquiera de ese modo, el volver a estar enlazados. Quizá queriendo decirnos con ello que hay pendiente el tema de cambiar el mundo de manera radical.

No movió un milímetro en tal sentido aquella a quien se le acusó de apropiarse de Vallejo. Dejó la lección de que todo ello no era cierto, en lo que hay de profano y superfluo, porque nada más natural y legítimo que ella compartiera junto a él el camposanto que adquirió con sacrificio supremo. Es posible que ni siquiera se le ocurriese en ningún momento. Y si lo pensó lo descartó de plano.

Pero sí dejó escritos estos versos que solamente se pueden escribir con la matriz hecha gemidos:

he corrido tanto
y ya nada existe

Un día
cuando haga mucho calor

como un cascabel roto
iré a sentarme en tu tumba

Con la cabeza apoyada en tu muerte
interminablemente escucharé tu sueño

tu frente llena de sollozos
en mi regazo seco.


Texto que puede ser reproducido citando autor y fuente. Teléfonos: 420-3343 y 420-3860 Revisar otros textos en el blog: danilosanchezlihon.blogspot.com

miércoles, 28 de noviembre de 2007

SANTO DOMINGO ERA UNA FIESTA

1

El volkswagen en el que íbamos empezó a devorar distancias y en pocos minutos salimos de la panamericana para entrar al polvoriento camino que lleva a Lainaz y Carrasquillo, luego a esa entrada mustia de Morropón, donde un burro “mojino” devoraba unas cuantas algarrobas doradas, y una gavilla de “churres” arrojaba piedras a un chivo saltarín.
Unas cuantas curvas por entre las calles morropanas y ya estamos levantando una nube de polvo rumbo a nuestro destino: el pueblo de Santo Domingo. En un instante más llegamos a la explanada que los lugareños llaman “El Chorro”, en donde campesinos serranos y costeños realizan el comercio de sus ganados. Corre viento fresco y un cielo diáfano deja ver los macizos morados que más tarde subiremos. Pero antes, bajo la sombra propicia de un algarrobo, nos sentamos a consumir un estimulante cebiche y dos cachemas encebolladas que una vivandera morena ha frito sobre una tulpa frenética.
Después del caserío Piedra del Toro, la pendiente empieza a escarparse. Esa zona es la “banda” izquierda del río La Gallega, que baja límpido y abrumador durante los meses de verano, en los años lluviosos. Es un vaso natural gigantesco, repleto de piñán, cabuya, ceibo y overales. Minutos más tarde llegamos a Caracucho y luego a El Puente, con su restaurante humoso, una gasolinera, y la popular Cruz de Agua Santa, ara rústica donde los viandantes depositan monedas y “milagros” con el fin de obtener alguna gracia o simplemente por seguir el rito de unción cristiana..
Lo demás es subir y subir. El camino es apenas una serpiente flácida, retorcida y reseca, de curvas sorprendentes y abismos insólitos. De rato en rato nos topamos con alguna campesina que baja sonriente, haciendo reverberar el camino con las rosas de sus mejillas. En el mojinete de una choza, un perro chusco nos ladra desesperadamente. Llegamos a Paltashaco: el volkswagen pasa como un ratón asustado y ya estamos de nuevo devorando recodos y sintiendo que nuestros pobres pulmones de “chalas” apenas si soportan la limpidez del aire.
Pambarumbe: otra vez las tejas rojas y las fachadas blancas, Un grupo de campesinos conspira alrededor de una inconfundible botella de “primera”, y en una callejuela despejada un grupo de estudiantes ensaya una marcha militar. El cacharro se escabulle, y después de unas cuantas vueltas nos pone en el caserío de Santiago. Hay ambiente festivo, las puertas están abiertas y los lugareños corren por todos lados; en dos días más se celebra la fiesta del pueblo, y por eso es que hay tanto “papel cometa” formando coloridos arcos en las bocacalles.
Llegamos a San Miguel. Es menos que un caserío, tan sólo la estación que parte en dos el camino: el que sube a Chalaco y el que baja a Santo Domingo. Con este caserío me sucede siempre lo mismo: en el recuerdo se me borran las gentes y las cabañas, sólo me queda una acequia y unas cuantas gallinas picoteando la tierra reseca del sendero.





2

Las tres de la tarde. Esta vez el camino se inclina ligeramente hacia abajo. Se tupen los platanales, el pasto y los floripondios. Una curva más y aparece Santo Domingo: una calle con coloridos arcos, un campanario macizo y lonas con rayas coloradas de los tenderos y vivanderas de la feria. Entramos lentamente. Dos viejos campesinos con ponchos negros y sombreros de palma, brindan en mitad de la calle agitando una botella de primera, esa bebida casi sagrada que extraen de la caña y que es la materia prima de la alegría serrana, conjuradora de penas y caldera de mortíferos encuentros con machete y puñaleta. El pueblo celebra sus 94 años de fundación, y es como si nos esperara.
No hay tiempo que perder. Allí queda el escarabajo detenido en seco, rodeado de “cholitos” cetrinos que aplastan sus narices contra los vidrios empolvados. Hemos tenido cuatro horas de encierro y estamos ansiosos por desperezarnos y caminar al aire libre. Preguntamos por la pelea de toros y nos informan que en pocos minutos empezará, que hay toros “hasta de sobra” y que las peleas serán en El Jazmín. El sol cae de golpe y hasta los cerros más altos dejan ver nítidamente sus cumbres impresionantes.
Un caminito abrupto, flanqueado de rosedales e higuerones, nos lleva al lugar de la contienda. El Jazmín es una inverna inmensa, ahíta de pasto húmedo y exuberante, desde donde pueden verse los cerros Huaycas, el Quinchayo, y el imponente Ruqutuñú, cuyo nombre significa, según el quechua herético de los santeños, “viejo decrépito”, y en cuyas faldas tupidas habitan todavía el oso y la arisca pava de monte. El Jazmín es una explosión de colores. Aquí se ve a un grupo de campesinos de Simirís, con ponchos de listas azules; allá los de Chungayo, con unos de listas verdes; y reventando en granates y amarillos estridentes los ponchos de San Francisco, caserío al que también llaman “Chancha Bruja” por sus prácticas de hechicería. Los toros que se enfrentarán están apicotados en diferentes puntos, pitando, revolviendo el polvo con las pezuñas y meneando furiosos sus testas aceradas. A lo lejos brillan botellas de “primera” pasando entre los corrillos y preparando el ánimo de los apostadores. Nunca empieza una pelea si es que antes, los dueños de los toros y los jugadores, no están lo suficientemente caldeados por “la caña”.


3

— ¡Hay pelea!— grita de pronto Braulio Calle, Síndico de San Francisco y animador de la fiesta, mientras dos toros, un barroso y uno negro, avanzan hacia el centro, halados por sus dueños. La ponchería corre alborotada, y yo tomo posesión de una roca para contemplar a mi gusto el espectáculo. Los toros parecen como hechos de un material blindado, de sus narices salen verdaderos aquilones, y agitan los cuernos como si quisieran cortar el aire. Empiezan las apuestas. ¡Dos mil soles al barroso!, ¡tres mil al negro!, gritan los apostadotes agitando los billetes religiosamente guardados para ese fin. Una vez pactada, la apuesta se convierte en un asunto de honor. Los incumplimientos, que son muy raros, sirven sólo para desenvainar machetes, envolverse el poncho en el brazo e iniciar una pelea que suele terminar con la muerte de uno de los “contrarios”. Poco a poco, sin embargo, las fiestas van siendo menos cruentas, y los campesinos aprenden que la alegría no necesita de un chorro de “náparo” (así llaman a la sangre) para hermanarlos.
Los dueños de los toros, armados con un bastón de pajul o piñán que llaman “asta”, los arrean hasta ponerlos frente a frente. Las apuestas favorecen al negro. La gente se agita en una danza medrosa en torno a las bestias que, luego de cruzar una mirada de odio, chocan sus testuces con una violencia desenfrenada. Es un golpe seco, un golpe que bastaría para matar a diez hombres al mismo tiempo. Los músculos de sus nucas están tensos como si fueran a reventar. No dura, ni puede durar mucho la pelea. El toro barroso da un último resoplido y vuelve a golpear la testuz del negro, que no hace más que girar en redondo y emprender las de villadiego. Risas y palmas. Viene el pago de las apuestas, y otra vez el compás de espera, mientras don Braulio Calle, con su galonera de pócima en la mano, arma la segunda confrontación.
Esta vez son dos toros pintos. Sólo se diferencian por el color de los cuernos. Al que los tiene oscuros lo han traído desde Cabrerías, y al que los tiene cenizos de Quinchayo Alto. Los de Cabrerías miran de reojo al toro de sus “contrarios” y parece que estuvieran a punto de desistir. “Es tremendo cholazo”, balbucea el más viejo, pero los circunstantes, apelotonados, les ruegan que no se desanimen, que en realidad el toro parece “flojo” y por último...!aquí está, caraju, la bolsa que exigen los quinchayos!.
A una seña, Braulio Calle se pone de pie, y arqueando las manos sobre la boca lanza el grito que todos quieren oír:
— ¡Hay pelea!—
La luz de la tarde es clara todavía, pero ya se oyen las bandadas de los pericos acercándose a su refugio por la quebrada de los guayaquiles. Todo El Jazmín se anima. Los “churres” se encaraman en los higuerones y los viejos se acercan a donde ya están puestos los toros frente a frente. En efecto, el toro de los quinchayos parece más fiero que el de Cabrerías. Bufa, pita, escarba la tierra como si quisiera desenterrar un tesoro con el turbión de sus patas. El otro espera, los ojos luminosos y el resoplido tenso. Se miden, se calculan, pero ninguno de los dos se anima a iniciar el combate. Al fin lo hace el toro de Quinchayo, el golpe suena como un derrumbe, pero el de Cabrerías ha resistido y consigue desconcertar a su contrincante. Frotan sus testas, la una como queriendo penetrar en la otra. Súbitamente, el de los cuernos oscuros retrocede y golpea sin piedad la calota de la bestia de los quinchayos. “!Achachauuu!”, es el eco que brota del tumulto de ponchos, mientras el toro agredido se tambalea un instante y luego, bufando de dolor, huye despavorido produciendo el desbande y la gritería de la gente.
Se pagan las apuestas. Se pactan dos peleas más. En la última, uno de San Antonio y el otro de Tiñarumbe, los toros no han hecho más que mirarse sin atacar. Sus dueños los azuzan, pero nada. Esto ocurre cuando los animales ya pelearon alguna vez y uno de ellos ha padecido la fiereza del otro. Así termina la fiesta. Por Chancha Bruja se levantan varias columnas de humo y en la cima del Ruqutuñú el advenimiento del crepúsculo pone una pincelada de oro viejo. El Jazmín, donde la niebla comienza a bajar, se queda sola. Por diversos caminos, el gentío retorna a sus querencias. Los borrachos se abrazan de dos en dos, a ratos se detienen, juntan sus cabezas como los toros, y confundiendo sus voces con el canto de los “negros” sobre los yapugueros, lanzan a los umbrales de la noche la letra festiva o amarga de una vieja “cumanana”:

Pañuelo blanco me diste,
Pañuelo para llorar:
De qué me sirve el pañuelo
Si tu amor no ha de durar.

lunes, 26 de noviembre de 2007

AGRAVIANTE “DESAGRAVIO” A VALLEJO


El departamento de La Libertad tiene un drama que hasta ahora no puede resolver: aquí nacieron dos personajes cuyos ideales políticos son abiertamente antinómicos: Víctor Raúl Haya de la Torre y César Vallejo. El primero fundó en 1924 un partido de carácter continental, el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), y años más tarde una sección peruana, el PAP (Partido Aprista Peruano) que en 1932 lideró en Trujillo una revuelta frustrada contra la oligarquía peruana. Desde un primer momento, Haya de la Torre se propuso combatir, primero en forma soterrada y después abiertamente, la ideología marxista sembrada por José Carlos Mariátegui y el Partido Comunista que éste fundó en 1928. Vallejo, por su parte, adhirió a las tesis de Mariátegui y ese mismo año, desde París, rompió con el líder trujillano, repudiando “al partido aprista por la orientación contrarrevolucionaria que le insuflan las nuevas teorías de Haya de la Torre, su jefe”. La obra escrita y la acción política de Haya de la Torre han caducado; la una por tratarse de un centón lleno de baratas fórmulas ideológicas destinadas a justificar su postura antimarxista; la otra por lo que todos los peruanos sabemos: el partido aprista es ahora sólo un brazo político de lo más graneado del neoliberalismo y acaso una de las instituciones más corruptas y antipopulares que se conozcan en el país. En cambio, la obra literaria y la acción ética y política de Vallejo, continúan en absoluta vigencia. Con todo, la historia le concedió una ventaja a Haya de la Torre: vivió hasta 1979, mientras que Vallejo murió en 1938. Este handicap le ha permitido a los apristas manosear la vida, la obra y la memoria de César Vallejo según su retorcido e interesado criterio.

En vista de que la figura literaria de Vallejo se ha impuesto en el mundo hasta ocupar espacios insospechados, junto a Shakespeare, Dante Alligheri, Joyce y otros gigantes de la literatura universal, los apristas no han tenido más alternativa que intentar “digerir” su imagen, limando previamente todas aquellas asperezas propias de su condición de ideólogo y esteta del marxismo. Hasta hace poco, corrían el bulo de que Vallejo había sido militante del APRA. Dejaron de hacerlo sólo cuando los documentos y testimonios fueron irrefutables. Han escrito innumerables artículos tratando de convertirlo en el “gran amigo” de Haya de la Torre, fundaron el Instituto de Estudios Vallejianos sólo para evitar que “los comunistas” materialicen esa idea. Y hoy por hoy, le rinden “homenajes” para convertirlo en “poeta cristiano” o en una suerte de filántropo edulcorado e inofensivo. El máximo atrevimiento de los apristas ocurrió al finalizar el primer gobierno de Alan García, cuando intentaron traer los restos de Vallejo al Perú para presentarse como sus “reivindicadores” ante la comunidad internacional. Escritores e intelectuales de todo el mundo protestaron ante semejante propósito y lograron desenmascarar las intenciones de García y sus áulicos. Adjunto a esta nota un artículo que escribí en Piura sobre el tema.

Pero como el APRA no cesa de tramar contra Vallejo y el marxismo, su último manotazo ha sido montar un “desagravio a Vallejo” realizado a trío entre la Corte Suprema de Justicia, la Universidad Nacional de Trujillo y el APRA ( 14, 15 y 16 de noviembre del 2007). Algunos días antes de la inauguración del evento, apareció colgado en el céntrico local de la Universidad un horroroso afiche donde se mostraba a Vallejo tras las rejas. En éste y en los trípticos que se repartieron después, se leía: “Desagravio a Vallejo. De juez a injusto reo”. Lo de “injusto reo” es además una gruesa incorrección idiomática, pues tal vez lo que quisieron decir fue “reo de la injusticia”. Pero como su propia conciencia los traiciona escribieron el agraviante adjetivo “injusto” al pie del sustantivo “reo”. Es decir, que aparte de prisionero, Vallejo fue un hombre injusto. ¡Vaya con los doctos desagraviadores del poeta! Ahora veamos los retruécanos (entre otros) que el “doctor” Francisco Távara ( actual presidente de la CSJ) escribió en dicho tríptico: “La universalidad de Vallejo como creador es una consecuencia más del mensaje de lo que dejó escrito en defensa de la humanización del mundo, en su lucha permanente por la fraternidad, por la justicia, por la igualdad, por la libertad y el bien común, lejos de los argumentos de la sociedad consumista y superficial.” Si Vallejo leyera esta descripción de su pensamiento político, estoy seguro que lanzaría una de esas sonoras carcajadas con las que solía burlarse de la estupidez y la ignorancia de alguno de sus contemporáneos. No, “doctor” Távara, Vallejo no fue un jacobino, Vallejo fue un marxista en toda la extensión de la palabra.

Parte de esta comparsa han sido Víctor Sabana Gamarra, Jorge Kishimoto, el inefable César Ángeles Caballero, el profesor Wellington Castillo Sánchez y el crítico “estructuralista” Francisco Paredes Carbonell. ¿Cuál será el próximo “homenaje” del APRA contra César Vallejo? Esperemos. Con toda seguridad que sacarán uno de debajo de la manga.


CARNETS

En Trujillo no hay un solo monumento público a César Vallejo.

La calle más sucia de Trujillo se llama César Vallejo.

El Colegio donde enseñó Vallejo y que está ubicado en la Plaza de Armas de Trujillo se llama “Pedro Henríquez Ureña”.

El Instituto de Estudios Vallejianos está conformado por cuatro ancianos con Alzheimer que no permiten la incorporación de nadie más a su institución.

En todo Trujillo no existe un archivo de las obras de Vallejo.

En la Universidad Nacional de Trujillo no existe la Cátedra Vallejo.

En la Feria del Libro de Trujillo, que ocurre todos los años, se evita la imagen y la mención de Vallejo.

En la Municipalidad de Trujillo no hay un cuadro de César Vallejo.

A los apristas los "revienta" que Vallejo no haya escrito un sólo verso sobre su cacareada "Revolución del 32".

Reivindicar a Vallejo en Trujillo te convierte en un apestado.






ME MORIRÉ EN PARÍS

Alberto Alarcón

Hace unos días, el maestro Juan Antón y Galán publicó en estas mismas páginas una nota titulada “¿Por qué Vallejo sigue en París?”, cuya parte final decía:

“Manifiesta, pues, la firme posición de Georgette Phillipard, queda ahora al gobierno de la nación la tarea de asumir la responsabilidad de activar gestiones ante el gobierno francés y concretar el anhelo de que los restos de una de nuestras más preclaras glorias retorne al seno de la patria.”

Es en torno a este pedido del conocido maestro sanmiguelino que quisiera permitirme ahora una opinión discrepante.

César Vallejo es, sin duda, el poeta peruano más descollante dentro de las letras hispanoamericanas. Él, al igual que Rubén Darío, vació en el molde cervantino emociones y sentimientos nunca antes expresados por escritor alguno. Es “el poeta de una estirpe y una raza”, como dijera José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Pero no de una estirpe y una raza confinadas a los estrechos límites del Perú, pues desde su primera obra, Los heraldos negros, subyace en nuestro poeta un acento americanista profundo que más tarde se traduciría en universalismo, sin margen posible para nacionalismos superficiales o chauvinismos fáciles.

El Perú de César Vallejo es el Perú de los parias, el de “los campesinos vidriados de sudor” y el de los mineros “del socavón en forma de síntoma profundo”. Para Vallejo, el Perú no es “el sentimiento idealista de la tierra y de sus paisajes”, como alguna vez quiso un tal Ramón de Dolarea (profesor español del Opus Dei, afincado en Piura por los años 70). Más que unos cuántos miles de kilómetros cuadrados, la patria para Vallejo fue esa que él denuncia y profetiza en El tungsteno; es decir una patria utópica, no la patria real. Cuando Vallejo escribe: “Perú del mundo y Perú al pie del orbe” es justamente cuando llega al convencimiento de que la patria auténtica sólo es posible dentro de un orden internacionalista, al cual Vallejo adhiere por filiación de vida y filiación de ideas.

Todo el proceso vital del poeta tuvo destino de universalidad. Muertas sus esperanzas de retornar al país con el exclusivo propósito de hacer causa común con los desposeídos en sus incipientes luchas de liberación, Vallejo comprende que está llamado a la noble y dolorosa tarea de ser un ciudadano y un combatiente del mundo. Su expulsión de Francia y luego la Guerra Civil española le revelan la dimensión de su compromiso y sus deberes. Después de doce años de silencio, en medio de los mayores dolores que puedan sacudir el alma de un hombre, escribe las estremecedoras páginas de España, aparta de mí este cáliz. Y cuando muere, en 1938, de acuerdo al testimonio de quienes asistieron a sus últimas horas de agonía, no lo hizo pronunciando el nombre del Perú sino el de España, que en ese momento simbolizaba la lucha del Hombre contra el oscurantismo y la regresión. (“Allí…pronto…navajas…Me voy a España”, fueron sus últimas palabras.)

París fue para Vallejo lo que el desierto para Moisés. Allí padeció el fuego y los martirios de la purificación antes de recibir las Tablas Sagradas de una poesía profundamente humana, descarnada y nueva. Cuando Francia lo condena a su segundo destierro, en 1930, lo hace en una lucha frontal, no contra el artista, sino contra el militante convicto y confeso de la ideología marxista. Por paradójico que parezca, Francia se pone a la altura del poeta y lo combate con sus armas más poderosas. Francia es también, sin embargo, la estación de sus júbilos. Allí conoce a importantes poetas de su tiempo y obtiene sus primeros trabajos como periodista internacional. En 1928, París recibe con calores de hogar al reportero de la Rusia revolucionaria; y en 1929 le entrega el fervoroso amor de Georgette Phillipard, la esposa que lo acompañaría más allá de la muerte. Por último, y por propia voluntad del poeta, Francia se convierte en la depositaria de sus restos. “Me moriré en París con aguacero,/un día del cual tengo ya el recuerdo./Me moriré en París y no me corro,/ tal vez un jueves como es hoy de otoño”. París “un sitio muy grande y lejano”, como él mismo lo llamara en uno de sus poemas, fue siempre para Vallejo el único refugio posible para los hombres que aman el pensamiento y la libertad.

En el Perú, Vallejo fue escarnecido, vapuleado y torturado por la envidia y la crueldad pueblerinas. Antes de que el poeta publicara su primer libro, Los heraldos negros, Clemente Palma, hijo del ilustre tradicionista, incapacitado para comprender la poesía de Vallejo, lo mandó regresar a su pueblo y dedicarse a la siembra de papas o bien a ofrecerse “en calidad de durmiente en el tren a Malabrigo”. En 1923, el Perú lo condenó durante 112 días a una asquerosa cárcel trujillana, que lo haría escribir más tarde: “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”.

El “Perú oficial”, el único que resultaría ahora beneficiado con la repatriación de sus restos, le negó en repetidas ocasiones, por vía de la conjura silenciosa, su retorno al país. Este mismo Perú fue el que durante treinta años ha mantenido a su viuda en medio del silencio, la indiferencia y la miseria. El mismo Perú que hasta hoy no levanta la orden de captura contra el poeta. Aquí es donde más se le ha combatido y se le ha negado. Aquí, en su propia patria, contrariando la historia, se ha pretendido convertirlo en aprista, en místico, en poeta maldito, en europeísta y hasta en agente a sueldo del comunismo internacional. En 1972, el joven poeta Enrique Verástegui, ebrio de irreverencia y dandismo aldeano, proclamó a todos los vientos la liquidación de Vallejo como poeta.

Con estos “pergaminos”, el Perú oficial tiene la obligación imperiosa de dejar en su paz parisina el cadáver de nuestro insigne aeda. No le asiste ningún derecho para apropiarse los restos físicos de un soldado internacionalista al que su patria sólo le dio insultos, silencio y prisión. Los peruanos que valoramos en Vallejo al hombre, al pensador y al artista somos los albaceas legítimos de su espíritu, de ese espíritu que no necesita de rituales funerarios, y a veces ni siquiera de una tumba, para perpetuarse en la memoria y el corazón de los hombres. Quienes abierta o solapadamente quieren tergiversar ese espíritu son los que ahora pretenden “reclamar” y traer al Perú los restos del “shulca”, arguyendo hipócritas motivaciones de adhesión y nacionalismo barato. No permitamos, pues, que éste o cualquier otro régimen a los que estamos acostumbrados, intente pasar a la historia como el “gran reivindicador de Vallejo, la cultura, la democracia y el nacionalismo”. Pongámonos de acuerdo: a un “cadáver lleno de mundo” le corresponde una ciudad llena de mundo como es París. (Diario El Correo de Piura, 20 de diciembre de 1982)



sábado, 3 de noviembre de 2007

LOS BUITRES COMEN MÁS TARDE



En 1994, un muchacho de treinta y tres años detuvo su furgoneta en una solitaria ribera de un río de Johannesburgo y se puso a contemplar el paisaje. La brisa movía las hojas umbrosas de los árboles y algún pájaro anónimo cantaba, como cuando él tenía seis años e iba a ese mismo lugar a jugar con sus amigos. Mostraba unas ojeras enormes y su mirada estaba envuelta en un halo de infinita tristeza. De pronto se animó, bajó del auto, abrió la maletera, sacó una manguera que conectó al tubo de escape y regresó al volante. Cerró todo. Unos minutos después estaba muerto. Se había suicidado inhalando el monóxido de carbono de su vehículo. Cuando lo encontraron, parecía dormir plácidamente, mientras en su walkman sonaban todavía unos melodiosos tonos de rock country.

Se llamaba Kevin Carter. Era un sudafricano blanco; había nacido en 1960 y desde 1984 se dedicaba exclusivamente a su trabajo como cronista gráfico. Dos meses antes de morir había ganado el Premio Pulitzer de Fotoperiodismo con una fotografía publicada en el New York Times y tomada en 1993, en Ayod, una polvorienta aldehuela en Sudan. El solo describir este testimonio gráfico eriza los pelos y deja caer sobre el espíritu los garfios de un horror indescriptible: una niña negra, famélica, desnuda y vencida por el hambre, ha comenzado a morir. A pocos metros de ella, expectante, un buitre aguarda su muerte para iniciar el sangriento ritual de devorarla. El animal parece estar hecho de sombras y de piedra, mientras que la pequeña –ya sólo piel y huesos– experimenta los últimos estragos de la vida.

Carter tenía tres amigos fotógrafos (Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva) con quienes conformaba un grupo al que apodaban el “Bang Bang Club”. Se caracterizaban por su intrepidez para exponerse al peligro en la violenta guerra que asoló Sudáfrica después de la liberación de Mandela, su afición a las drogas duras y sus fotografías espeluznantes e incluso truculentas. Fueron ellos los primeros a quienes les contó los pormenores de la foto de Ayod: tuvo que esperar más de veinte minutos para lograr el encuadre perfecto, deseaba vivamente que el animal se acercara mucho más a la niña y que abriera las alas, pero no lo logró. Una vez hecha la foto, no hizo nada por ayudar a la pequeña; sólo espantó al buitre con una rama, se embarcó en la avioneta y desapareció del lugar. Mientras volaba, un ángel bondadoso y un ángel diabólico peleaban dentro de él. Este último lo invitaba a sonreír, pues sin duda había conseguido la foto que le daría fama y dinero. El ángel bondadoso, encerrado en una lágrima, lo contemplaba con la infinita piedad de un dios herido.

El premio Pulitzer está dotado de 10,000 dólares y se entrega en New York. En mayo de 1994, Kevin Carter fue a recibirlo, y esa misma noche empezó a dilapidarlo. Se aturdió bebiendo y envenenándose con su droga favorita: Pipa Blanca – una psicotrópica mezcla de mandrax y marihuana –en un bullicioso pub aledaño al Central Park; luego atravesó el puente sobre el río Hudson hasta que fue a dar con sus huesos en algún hotel de la inmensa y reverberante Gran Manzana. A pocos metros de su alma, el buitre negro de la muerte lo acechaba. En Sudáfrica, la guerra había concluido; uno de sus amigos, Ken Oosterbroek, había muerto en medio de un tiroteo en plena refriega, y ahora él recibía dinero y prestigio por haber mostrado al mundo una foto donde una niña hambrienta moría mientras un buitre aguardaba los despojos.

La foto lo torturó desde un primer momento. “Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla. La odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña”, declaró a sus colegas. Bastan estas palabras para intuir los inclementes ramalazos de culpa que azotaban la conciencia de Kevin Carter. Con el tiempo, esa foto se convirtió en un buitre expectante, y él en la niña famélica que empezaba a morir. Carter sabía que cuando disparó su cámara había dado el primer picotazo sobre el cuerpo exangüe de la pequeña; es decir, se había adelantado al siniestro animal que la acechaba. Es decir, se sintió mucho más animal que el propio buitre. Si bien innumerables periodistas han exculpado a Carter en nombre de esa “coraza” con la que deben blindarse los corresponsales de guerra para sobrevivir y sensibilizar a la humanidad con sus testimonios, lo cierto es que el fotógrafo sudanés nunca pudo exculparse a sí mismo. Y lo que importa ahora es lo que él sintió y no lo que nosotros queramos sentir para justificar sus actos.

Hay quienes sostienen que Kevin Carter no se suicidó debido a la foto de la niña y el buitre, sino por el agobio causado por las drogas o tal vez por la muerte de su mejor amigo, o por el desamor y la soledad que fueron como su duro pan de cada día. Yo tengo una alternativa más para explicar su muerte. Es terrible, lo sé, pero estoy en la obligación de confesarla: Carter logró fotografiar la muerte de la niña; y luego el preciso instante en que el enorme buitre le picoteó la nuca y empezó a descarnarla. Pero esa placa – abominable revoltijo de yerba, tierra y sangre – habría hecho más evidente su artrosis emocional y su cinismo. Habría sido demasiado.

La mañana que Carter llevó su furgoneta hasta aquella ribera del río de Johannesburgo donde se quitó la vida, escribió en una hoja de papel: “Continuamente me persiguen los vívidos recuerdos de las matanzas, los cadáveres, la ira, el dolor, los niños desfallecidos por el hambre, los heridos, los locos de gatillo fácil, muy a menudo policías, los asesinos ejecutores. Me voy a reunir con Ken…, si tengo esa suerte”.¿Se tragaron las aguas del río el carrete donde Kevin Carter estampó la última foto de la niña y el buitre?

domingo, 14 de octubre de 2007

ESPINELAS DE OCTUBRE




El llanto que derramara
Y todo el llanto vertido
Será en la tierra medido
Con el fusil de Guevara
.


No se quedarán contigo.
Ni con tu voz. Los arrieros
Bajan por ti hasta los fueros
Donde impera el enemigo.
Van a rescatar el trigo
De tu bandera preclara
Y el fusil que te encargara
Tu América prisionera.
Van a borrar de La Higuera
El llanto que derramara.


Con tu canana encendida
Alumbrarás tiempos duros
Y estarás en nuestros muros
Viendo el rostro de la vida.
Vendrás a vengar la herida
Abierta donde has caído,
A colgar donde haya nido
Un bando llamando a guerra
Que alce al pobre de la tierra
Y todo el llanto vertido.


Hoy es negro, torvo vuelo
Lo que ronda tu bravura,
Pero en tu andina estatura
Crece el rumor y el desvelo
Del alba que busca un cielo
Para nacer. Cielo urgido
Del palomar que han traído
Tus manos, con las que todo:
La muerte, la flor y el lodo
Será en la tierra medido.


Al pie de tu voz, los bravos
Hemos abierto otro monte.
Queremos que el horizonte
No tenga cepos ni clavos.
Somos los runas esclavos,
Los del coágulo en la cara,
Los que ven la cuenta clara
Sin tener la luz, los parias,
Pero esta vez sin plegarias,
Con el fusil de Guevara.





Nos sonríes desde un arrabal
de sombras duras
Francisco Bendezú


La boina negra, no gris. En el reír
Mostraba un corazón puro y en calma,
Una estrella de amor rojo en el alma
Y una enorme alegría de vivir.
“Bienvenida la muerte si al morir
el arma que empuñé no queda sola”.
Dijo una vez, y lo grabó en la ola
Y en el silbo del ave embravecida.
Era un hombre al asalto de la vida
Con su barba, su tos y una pistola.




Cantemos un himno al héroe más bravo
de América india.
Leoncio Bueno

¿Y qué cantan los bardos trovadores
En este siglo de pólvora y metrallas?
Cantan los aires y las antiguallas
Que les exigen cantar los traidores.
Por eso traigo aquí, con mis tambores,
Tu mochila con lámparas, tu hoguera,
Tu coraje, tu ejemplo, tu bandera,
Y los pongo a cantar como es debido,
Como cantan los pájaros y el trigo
Cuando los pone a cantar la primavera.

martes, 2 de octubre de 2007

EL MITO DEL VERSO LIBRE



No existe el “verso libre”. La denominación “verso libre” tiene un carácter puramente didáctico. Ha sido creada para diferenciar este tipo de verso de aquel que está sujeto “a rima y a metro fijo y determinado”.
Hago la aclaración porque todavía hay quienes consideran que escribir en “verso libre” significa escribir de manera descuidada, sin sujeción a normas de preceptiva ni de estilo. Pienso, por el contrario, que el “verso libre” requiere de un profundo conocimiento de la preceptiva poética, además de mucho talento e intuición para volcar en él todas las posibilidades creativas del poeta. Es como cantar una canción sin la ayuda de algún instrumento musical. Como cantar a capela.
Sin rima y sin metro, el “verso libre” debe sostenerse sólo en el ritmo y el poder sugestivo de sus imágenes. El ritmo sin metro implica la tenencia –en el numen del poeta- de una música interna capaz de sojuzgar al lector. El creador de “verso libre” es un jazzman, un inventor de síncopas rítmicas ( y eso sólo lo hace quien conoce de rítmos a perfección).
Con frecuencia, la rima permite al poeta “redondear” el efecto “visual” y sonoro de una imagen:

Mi infancia, que fue dulce, serena, triste y sola
Se deslizó en la paz de una aldea lejana,
Entre el manso rumor con que muere una ola
Y el tañer doloroso de una vieja campana.
(A. Valdelomar)

En el “verso libre” el poeta carece de un espacio definido para pintar sus imágenes; depende única y exclusivamente de su propia intuición. Es como un pintor con su paleta, sus colores y una escena…pero sin lienzo. El poeta de “verso libre” asume el reto de pintar en el aire:

Desiderio delle tue mani chiare
Nella penombra della fiamma:
Sapevano di rovere e di rose;
Di morte. Antico inverno.
(S. Quasimodo)


(Deseo de tus manos claras/ en la penumbra de la llama/ sabían de robles y de rosas; / de muerte. Invierno antiguo).

Muera, pues, el mito del “verso libre”.

POR EL OSCURO FUEGO DE LA POESÍA DE HOY

Pintura de Óscar Alarcón Prieto



Llegar a la comprensión de la poesía moderna tiene sus dificultades, ya que ella se expresa por medio de enigmas y misterios. Sin embargo, en el transcurso de muchos años no ha dejado de ser fecunda. Se la cultiva en Alemania desde Rilke; en Francia desde Apollinaire; en España desde García Lorca, en Italia desde Palazzechi y en los países anglosajones desde William B. Yeats.

En las obras de estos autores, el lector accede a una primera característica de la poesía moderna: su oscuridad. Oscuridad que le aturde y le atrae al mismo tiempo, aunque no acierte a comprenderla. Es una cierta tensión que se aproxima más a la inquietud que al reposo. Esta tensión es precisamente uno de los propósitos básicos del artista contemporáneo.

Por lo tanto, esta oscuridad es deliberada. Baudelaire afirmaba: hay cierta gloria en no ser comprendido; y para el alemán Godfried Benn el poeta debe consagrarse a “algo que merece que no se intente convencer de ello a nadie”. El italiano Montale fue más enfático aún: si el problema de la poesía consistiera en hacerse comprender, afirmaba, nadie escribiría versos.

Y es que la poesía moderna busca expresamente alejarse de la racionalidad y de la comprensión. Trata de que los poemas resulten autónomos, es decir objetos válidos en sí y para sí mismos. En su libro QUÉ ES LA LITERATURA Sartre, refiriéndose a un poema de Rimbaub, dice que el poeta no ha querido decir nada, sino que simplemente ha dicho. Y entiende que el poema no es una significación sino una substancia, es decir “un objeto estético cuya extrañeza procede de que nosotros nos colocamos, para considerarla, del otro lado de la condición humana, del lado de Dios”. El poeta moderno actúa pues sobre capas pre-racionales y trata por todos los medios los medios de descubrirle nuevas facetas a lo conceptual.

Esta tensión que el poeta crea en el lector la genera fusionando elementos contradictorios entre sí; por ejemplo rasgos de origen arcaico y mítico con elementos de intelectualismo, ciertas formas de expresión con la complicación de lo expresado, la rotundidad del lenguaje con la oscuridad del contenido, la simpleza de los motivos con los arrebatos estilísticos.

Cuando la poesía contemporánea se ocupa de la realidad – ya sea de las cosas o de l hombre – no lo hace de una manera descriptiva sino llevándola al mundo de los insólito, deformándola y convirtiéndola en algo extraño a nosotros. “En poesía – afirma Friederich – como en otros campos, el hombre se ha convertido en dictador de sí mismo, destruye su propio ser natural, se destierra a sí mismo del mundo y destierra a su vez a éste, únicamente para satisfacer sus ansias de libertad. Esta es la curiosa paradoja de la deshumanización”.

Es realmente una curiosa paradoja la que vive el hombre en la poesía de hoy, pues en sus propósitos de deshumanizarla exalta el valor supremo de la libertad, de su propia libertad, y se coloca en ello nuevamente como el centro de todo.

Pero para arribar a esta situación el poeta ha tenido que eludir los sentimientos y su necesidad de comunicarlos. Prescinde de la humanidad en el sentido tradicional de la palabra para convertirse en el extraño mago que, a través del idioma, transforma y evade lo real según le plazca. Este hecho no sugiere que el poeta sea ajeno a los sentimientos o que no pueda ni deba crear estados de ánimo en sus lectores. No. Este hecho se produce, por cierto, pero precisamente porque el poeta ha intentado evadirlo y al hacerlo modula sensaciones nuevas. Víctor Hugo expresó esto de manera magistral cuando luego de conocer la poesía de Baudelaire le escribió: “Usted ha creado un estremecimiento nuevo”.

En la poesía actual hay un dramatismo agresivo que trata de disolver la correspondencia o ecuación entre los signos y lo signado, es decir entre las palabras y el contenido. Como resultado de ellos el lector no se siente seguro sino alarmado, pues en todo este juego resulta siendo la víctima. El lenguaje poético siempre se ha distinguido del lenguaje coloquial, de nuestro lenguaje cotidiano; pero antiguamente se trataba de una diferencia relativa y gradual. Más con el advenimiento de poetas como Baudelaire, Apollinaire, Mallarmé, Arthur Rimbaub, Lorca y Guillén esta diferencia se convirtió en radical. Todo se trastoca, reina la oscuridad y el sinsentido, la sintaxis sufre cambios antes inconcebibles.

El procedimiento poético más antiguo, es decir la metáfora, es tratada de una forma nueva que evita el natural término de comparación para unir, a trueque del sacrificio de lo real, cosas que objetiva y lógicamente no pueden unirse. El contenido del poema pasa a ser entonces esta dramática tensión de fuerzas formales, ya interiores o exteriores. Pero como ese poema continúa siendo, a pesar de todo, lenguaje, aunque sea lenguaje sin propósito de comunicación, se llega a la paradójica consecuencia de que quién lo percibe se siente a la vez atraído y desorientado.

El lector se siente ante algo anormal o anómalo y con ello satisface al poeta que precisamente buscaba conseguir ese efecto de sorpresa y desconcierto. Pero sorprender y desconcertar tiene sus inconvenientes, porque para ellos hay que valerse de la anormalidad. Uno de los inconvenientes los padece el propio poeta, puesto casi siempre en los límites mismos de la neurosis y la locura; el otro inconveniente corre a cargo de la poesía, pies no falta quienes, mediante la impostura, juegan al desconcierto y la sorpresa, pretendiendo por ellos ser llamados poetas modernos.

Es por esa razón que la poesía moderna, lo mismo que el arte moderno en su conjunto, no puede atacarse ni defenderse a priori. Para adoptar un juicio valorativo ante una obra de arte moderno es necesario, de todos modos, apreciarlo mediante el conocimiento. Y el problema de nuestro tiempo es que carece de categorías cognoscitivas para abordar su estudio, aún cuando se acepta la dificultad y hasta la imposibilidad de su comprensión como una de sus características primordiales.

Por el momento, sin embargo, la poesía moderna se define por sus atributos negativos, por lo general referidos a la forma. Algunos de estos atributos son los que refirió Lautremont en 1870 cuando dijo que la literatura del porvenir sería “congojas, desorientaciones, indignidades, muecas, predominio de lo excepcional y de lo absurdo, oscuridad, fantasía desenfrenada, tenebroso afán, disgregación de los más antagónicos elementos, ansias de aniquilación”.

Otros escritores han definido la poesía moderna como “desorientación, disolución de lo corriente, sacrificio del orden, incoherencia, pragmatismo, reversibilidad, estilo en serie, poesía despoetizada, relámpagos destructores, choque brutal”. En 1932, Dámaso alonso decía: “De momento no hay más remedio que definir nuestro arte en términos negativos”.

jueves, 20 de septiembre de 2007

EL ÚLTIMO NOÉ DELIRANTE DE ARTURO CORCUERA

La poesía de Arturo Corcuera resume, en cierta forma, las diversas propuestas estéticas de su generación (la del 60), incluso las de Luis Hernández y Juan Ojeda, con su tinte de iconoclastia y desencanto, a partir del cual las promociones subsiguientes buscarían nuevos temas y tonos para la poesía peruana. Desde Primavera triunfante hasta este Noé que hoy comentamos, la poética de Corcuera pasa por diversos registros formales y de contenido.

Sus poemas son sobria y peculiarmente musicales. Las rimas, las asonancias, el verso libre, recobran su vitalidad gracias a una constante renovación del lenguaje poético. Es la búsqueda de una escritura breve y directa, sostenida en un universo verbal ajustado, con precisión y sin reiteraciones, a las necesidades emotivas y conceptuales del poeta. Por ello, la obra de Corcuera no ha perdido vigencia; por el contrario, con el paso del tiempo, acrecienta su poderío semántico y estético.

Hay libros que son como muros infranqueables para sus propios autores. ¿Qué sentiría, por ejemplo, Gabriel García Márquez cuando se sentó a escribir el libro posterior a Cien años de soledad, o Rulfo después de Pedro Páramo? Lo más probable es que se sintieran cual agotados picapedreros ante una montaña de piedra volcánica. El Noé delirante, a contrapelo de lo que piensa su autor, es uno de estos libros. Es una especie de turbión, pues congrega y resume a todos los anteriores. Inicia, por lo tanto, una nueva y difícil estación en el quehacer creativo de Corcuera.

En el Génesis, la Biblia nos cuenta la historia de Noé y el Arca. Es la historia de lo que los hombres pensamos de nosotros mismos: somos indignos del dios creador y debemos, en consecuencia, ser borrados de la tierra. Salvo algunos: los justos, esos que poseen una mancha de luz y no merecen la muerte. A ellos es necesario salvarlos. Salvarlos junto a sus animales, cuya naturaleza y destino está libre del pecado. Salvarlos de morir asfixiados, de morir oprimidos por el agua del dolor constante y la lluvia de los agravios. La historia de Noé y el Arca es la agonía y la redención de nuestras propias vidas individuales.

Corcuera, sin embargo, no sigue este derrotero tan trágico y sombrío. Lo deslíe, sin borrarlo del todo, para ofrecernos más bien un libro luminoso, lúdico y esperanzador. En el Arca de Corcuera ocurre una historia interna, el poeta se solaza contemplando y desentrañando la naturaleza de los animales y las plantas, cantándole al amor, jugando con las palabras, inventando historias fabulosas. Pero este Noé invisible, tácito, que canta y cuenta, en una silenciosa travesía, no es tan idílico y fantasmal como el bíblico; está hecho de carne y hueso, pertenece a un tiempo, a una época, tiene un tono, una estructura mental para enjuiciar las cosas y el universo. Navegamos con él hacia la redención –sugiere el poeta – sin necesidad de ocultar las falencias y las virtudes del mundo que nos acompaña.

Este Noe sube al arca no sólo seres vivientes, si no también una cultura, una historia. Propone navegar con lucidez y valentía para que cuando el arca repose en tierra seca, los hombres y las bestias podamos vivir en paz. En la primera parte de su libro, Corcuera no sólo celebra la inmolación de la pirausta en la luz, los afanes mágicos del gallo que se convierte en veleta, las cabalgatas del otoño en su caballo de madera, la varonía del viento, haciéndonos sentir la alegría de vivir y soñar, sino que además recorta su fauna en siluetas de palabras y, luego, como en un caleidoscopio, las dispone para metaforizar su circunstancia. El tiburón y la sardina, por ejemplo, simbolizan al imperio norteamericano y a Cuba, respectivamente; el dragón y el oso a China y Rusia, en los tiempos de la guerra fría, pero no en una verbalización maniquea ni elemental, si no en una construcción donde prevalece la eficacia del lenguaje y el logro de la imagen. Soy testigo de cómo el poeta, en cierto momento, intentó eliminar estos poemas, por su referencia a situaciones históricas ya superadas. Algunos amigos le sugerimos que no lo hiciera, pues ellos han demostrado que se mantienen frescos y vigentes al margen de los temas y del contexto en que fueron concebidos.

La segunda parte es la más intima y vital. Despliega todas las estrategias técnicas del poeta, reúne cuentos, adivinanzas, caligramas, sonetos, y aun poesía puramente visual. Se trata del propio universo del poeta, de este Noé vivo y cantante, seguro de su voz y su mensaje. El verso de Corcuera esgrime unos matices de color y una tonalidad inconfundibles. Todo en él es economía, precisión, acierto y, sobre todo, certidumbre de haber llegado al meollo de sus asuntos. Tiene el don de colocar las palabras en el orden preciso y necesario para poner a flor de página un sentimiento, una idea, una emoción. Todo sustentado en un espíritu veraz. Antes que un artífice de la palabra, Corcuera se reconoce como el propietario de un gran amor y una humana verdad por compartir.

Esta sinceridad del poeta, este poner la sangre en cada uno de sus escritos, llega a su escala más alta en el libro tercero, Inauguración del otoño, y en el poema final, titulado Mi antiguo y nuevo testamento. Hacen mal ciertos críticos cuando quieren ver sólo al Corcuera que arroja y recoge, con sutileza de mago, los naipes de las palabras. Hay en él un poeta esencialmente humano, un ser que intuye las dimensiones del desastre, un juglar que llega a la tragedia y es capaz de asordinar su laúd para cantarla. En este libro se oye trotar a la muerte en forma de un caballo blanco; las raíces de los árboles y los muertos abruman el insomnio de los hombres; la tierra se hace infinita en las manos de los amantes; los pianos ocultan tristemente unas sonrisas, el hombre es un huésped de la noche, y la tierra una casa abandonada. Todo ello expresado en un castellano limpio y directo. Un castellano amamantado en la generación del 27, en Machado, en Blas de Otero, en Cernuda, sin dejar de aludir a versos precisos y polisémicos, donde los buenos lectores reconocerán pronto las sombras de Li Po y de Matsuo Basho.

El poema que cierra el Noé delirante quedará, sin duda, entre los mejores de la poesía peruana del siglo XX. Testimonio, autorretrato, confesión de parte, arte poética, todo eso es este hermoso poema. Prevalecerá, estoy seguro, junto al Twilight de Francisco Bendezú, al Globb Trotter de Washington Delgado, al Nocturno de Vermont de César Calvo, al Tristitia de Valdelomar, y al Idilio muerto de nuestro inmortal Vallejo, textos que considero el sumun de la lírica peruana.

domingo, 19 de agosto de 2007

EN NOMBRE DE LOS CENTRÍCOLAS


A Óscar Pita

NUNCA ANTES había vivido en el centro de una ciudad. Ahora lo hago desde hace más de dos años, aquí en Trujillo, donde he recalado después de una prolongada estancia limeña, atraído por el clima primaveral, los parquecitos llenos de flores, el menú barato y sobre todo por la cercanía del mar, que como dijo Nicanor Parra del crepúsculo, es el único amigo que me queda.

El centro de una ciudad es ese pequeño espacio donde la gente realiza a diario todo tipo de transacciones y diligencias. Aquí en Trujillo, el centro es aparentemente todo lo que está dentro del círculo de la avenida España; digo aparentemente porque para mí el centro lo forman las calles que durante el día se convierten en colmenas y no las otras, las que viven en el relativo silencio de la periferia.

Vivo en la calle Junín, en el tercer piso de un edificio cuya puerta de ingreso, por el montón de letreros kitch colgados en ella, es como una pintura entre naif y surrealista, De día, esta parte del centro se parece al embrollo automotriz que relata Cortázar en Autopista del Sur, y de noche se convierte en la atalaya de otras historias que más adelante contaré.

Lo peor de todo son los choferes, hacen sonar sus bocinas por quítame estas pajas. La gente que viene de “afuera” soporta estos fragores porque al fin y al cabo su tránsito por aquí no es cotidiano ni permanente. Los “centrícolas” soportamos esos y otros ruidos infernales, nos tragamos el monóxido de los carros, y algunas veces veces, sin poder salir de nuestras casas, las bombas lacrimógenas que la policía lanza a los manifestantes cuando toman las calles del centro. A eso de la una, la gente almuerza y luego hace la siesta, lo cual es un momento de tregua que aprovecho para leer, darme una vuelta por la manzana o plagiar a los sesteadores. Pero pronto todo esto se rompe.

Existe una comparsa conformada por cuatro malandros y un parapléjico en silla de ruedas. Pasa una o dos veces por semana y por lo general en la tarde. Cada uno de los muchachos toca un instrumento de esos de bandas militares, mientras el parapléjico esboza una sonrisa de santo jubilado. Hacen un ruido de los mil demonios, pero la gente, llevada sin duda por un entreverado sentimiento de masoquismo y conmiseración, les regala unas monedas. Recorren todo el centro, sonríen y conversan muy animosos, felices de haber encontrado un parapléjico que les funciona como la “gallina de los huevos de oro”. Al alcalde, que hace poco dictó un bando prohibiendo a los vecinos tener gallos en sus corrales, para evitar el “ruido molesto” de sus cantos, este bullicioso gallinero ambulante lo tiene sin cuidado.

Los crepúsculos en el centro son monótonos, los transeúntes caminan más rápido y a eso de las siete de la noche se vuelve a armar el zafarrancho de los carros. Una claque más pequeña se prepara, sin embargo, para invadir el centro: los clientes de los chifas, los ludópatas, los emolienteros, los solitarios, los recicladores, los barrenderos, los maricones y las putas callejeras, cada cual en su horario correspondiente. Sólo tengo cariño por los barrenderos, pues traen a mi memoria una oda de Pablo Neruda, y a los emolienteros que se han vuelto mis aliados desde que los médicos me extirparon la vesícula. Los “chiferos” se caracterizan por su alborozo mientras comen y conversan a la luz de los neones y las gigantografías con mandarines chinos o paisajes sumergidos en la niebla. Su horario: entre las siete y once de la noche. Los ludópatas son una manga de idiotas que ignoran la ley de las probabilidades y se han hecho al señuelo de enriquecerse por un golpe del azar. Entran y salen de los tragamonedas durante todo el día, en especial de noche y de madrugada.

Las putas callejeras son de dos tipos: las sedentarias de la Plazuela Iquitos y las nómadas que se desplazan de una calle a otra, desde que cae la tarde hasta el amanecer. Los recicladores son silenciosos, pasan con sus triciclos buscando en las bolsas de basura o recogiendo las “sobras” de los restaurantes. Trabajan hasta muy entrada la noche, aspirando con una calma zen las pestilentes emanaciones de sus baldes con comida malograda. A los solitarios se les reconoce por el aire melancólico; caminan siempre por los mismos lugares de la ciudad sin importarles la hora ni la sombra de ahorcados que proyectan cuando pasan por debajo de los faroles.

Los maricones son un asunto aparte. No son muchos, pero son. Llegan cuando todavía hay movimiento y se instalan justo en la esquina donde comienza mi calle. Visten minifaldas y blusitas brevísimas, mostrando unos senos, vientres y caderas que harían la envidia de cualquier muchachita común y corriente. Todo el mundo los mira y sonríe. Les importa un bledo. Llegan solos, pero al final se agrupan de dos en dos o de tres en tres; se llaman por sus nombres de mujeres, ríen escandalosamente y conversan como cotorras. Parecen inofensivos, pero en cuanto avanza la noche se transforman. Los observo desde mi ventana, por supuesto con la luz apagada. Cuando las calles quedan solitarias y la luz artificial alumbra con débil proyección, se desnudan todo cuanto pueden y se cubren luego con un sobretodo que abren y cierran para mostrar “la merca” a sus clientes. Los primeros son los taxistas; los más ansiosos abren sus puertas y ahí nomás, al amparo de la oscuridad, disfrutan de una fellatio o de un sobresaltado coito anal. No faltan los pitucos; llegan en sus camionetas con lunas polarizadas y se los “levantan” rumbo a sus nidos de amor; tampoco falta el serranito que paga por un “mameluco al paso” mientras el marica, aprovechando de su embeleso, con un diestro movimiento de manos, bolsiquea sus arrugados pantalones. A la muerte de un obispo les hace batida el serenazgo; se arma entonces la gritería, los resondros y las fugas desesperadas. Se quitan los zapatos de tacones, olvidan sus disfuerzos feminoides y corren como cualquier atleta en la prueba de los cien metros planos. Algunas veces les va peor. Una noche, se detuvo un carro frente a mi casa y oí unas voces altisonantes: cuando me asomé, ya el carro había partido y un desamparado maricón lloraba calato y tendido en mitad de la pista. Le habían cortado sus nalgas de silicona. Ignoro qué sería de su suerte. Nunca los encuentra el alba, es como si fueran una estrafalaria invención de la noche.
Por donde se le mire, vivir en el centro es una Caja de Pandora. Aquí no se pueden hacer las cosas que se hacen en el barrio. Por ejemplo, no se puede salir a la calle con la ropa de casa, pues la gente para “venir al centro” se viste con un cierto cuidado. En el barrio uno se sienta a charlar con el vecino o a leer el periódico en la puerta de su casa; aquí no, todo es algazara, bocinazos, veredas atiborradas y tratos impersonales. En el barrio, la quietud ocurre durante el día; de noche, se ven las luces de las casas encendidas, y en las veredas a los padres jugando con sus pequeños. En el centro ocurre lo contrario: el tráfago es diurno y por la noche las tiendas apagan sus luces, los tenderos se marchan a sus hogares, las calles quedan convertidas en basurales y no hay más remedio que refugiarse en la tele o ponerse a observar el paso de los perros callejeros bajo la luz de la luna.

Y como aquí se vende de todo, los “centrícolas” corremos además el riesgo de convertirnos en compradores compulsivos o frustrados. Estamos invadidos de escaparates y mercancías, de ofertas y tentaciones publicitarias por todas partes. A veces, la nostalgia por un mundo más humano me regresa a un parquecito de la urbanización Rázuri donde viví años atrás. Allí, en apacibles tardes, me deleitaba viendo a los niños jugar a la pelota o manejando por primera vez sus bicicletas, bajo las muy felices y atentas miradas de sus papás.