miércoles, 28 de noviembre de 2007

SANTO DOMINGO ERA UNA FIESTA

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El volkswagen en el que íbamos empezó a devorar distancias y en pocos minutos salimos de la panamericana para entrar al polvoriento camino que lleva a Lainaz y Carrasquillo, luego a esa entrada mustia de Morropón, donde un burro “mojino” devoraba unas cuantas algarrobas doradas, y una gavilla de “churres” arrojaba piedras a un chivo saltarín.
Unas cuantas curvas por entre las calles morropanas y ya estamos levantando una nube de polvo rumbo a nuestro destino: el pueblo de Santo Domingo. En un instante más llegamos a la explanada que los lugareños llaman “El Chorro”, en donde campesinos serranos y costeños realizan el comercio de sus ganados. Corre viento fresco y un cielo diáfano deja ver los macizos morados que más tarde subiremos. Pero antes, bajo la sombra propicia de un algarrobo, nos sentamos a consumir un estimulante cebiche y dos cachemas encebolladas que una vivandera morena ha frito sobre una tulpa frenética.
Después del caserío Piedra del Toro, la pendiente empieza a escarparse. Esa zona es la “banda” izquierda del río La Gallega, que baja límpido y abrumador durante los meses de verano, en los años lluviosos. Es un vaso natural gigantesco, repleto de piñán, cabuya, ceibo y overales. Minutos más tarde llegamos a Caracucho y luego a El Puente, con su restaurante humoso, una gasolinera, y la popular Cruz de Agua Santa, ara rústica donde los viandantes depositan monedas y “milagros” con el fin de obtener alguna gracia o simplemente por seguir el rito de unción cristiana..
Lo demás es subir y subir. El camino es apenas una serpiente flácida, retorcida y reseca, de curvas sorprendentes y abismos insólitos. De rato en rato nos topamos con alguna campesina que baja sonriente, haciendo reverberar el camino con las rosas de sus mejillas. En el mojinete de una choza, un perro chusco nos ladra desesperadamente. Llegamos a Paltashaco: el volkswagen pasa como un ratón asustado y ya estamos de nuevo devorando recodos y sintiendo que nuestros pobres pulmones de “chalas” apenas si soportan la limpidez del aire.
Pambarumbe: otra vez las tejas rojas y las fachadas blancas, Un grupo de campesinos conspira alrededor de una inconfundible botella de “primera”, y en una callejuela despejada un grupo de estudiantes ensaya una marcha militar. El cacharro se escabulle, y después de unas cuantas vueltas nos pone en el caserío de Santiago. Hay ambiente festivo, las puertas están abiertas y los lugareños corren por todos lados; en dos días más se celebra la fiesta del pueblo, y por eso es que hay tanto “papel cometa” formando coloridos arcos en las bocacalles.
Llegamos a San Miguel. Es menos que un caserío, tan sólo la estación que parte en dos el camino: el que sube a Chalaco y el que baja a Santo Domingo. Con este caserío me sucede siempre lo mismo: en el recuerdo se me borran las gentes y las cabañas, sólo me queda una acequia y unas cuantas gallinas picoteando la tierra reseca del sendero.





2

Las tres de la tarde. Esta vez el camino se inclina ligeramente hacia abajo. Se tupen los platanales, el pasto y los floripondios. Una curva más y aparece Santo Domingo: una calle con coloridos arcos, un campanario macizo y lonas con rayas coloradas de los tenderos y vivanderas de la feria. Entramos lentamente. Dos viejos campesinos con ponchos negros y sombreros de palma, brindan en mitad de la calle agitando una botella de primera, esa bebida casi sagrada que extraen de la caña y que es la materia prima de la alegría serrana, conjuradora de penas y caldera de mortíferos encuentros con machete y puñaleta. El pueblo celebra sus 94 años de fundación, y es como si nos esperara.
No hay tiempo que perder. Allí queda el escarabajo detenido en seco, rodeado de “cholitos” cetrinos que aplastan sus narices contra los vidrios empolvados. Hemos tenido cuatro horas de encierro y estamos ansiosos por desperezarnos y caminar al aire libre. Preguntamos por la pelea de toros y nos informan que en pocos minutos empezará, que hay toros “hasta de sobra” y que las peleas serán en El Jazmín. El sol cae de golpe y hasta los cerros más altos dejan ver nítidamente sus cumbres impresionantes.
Un caminito abrupto, flanqueado de rosedales e higuerones, nos lleva al lugar de la contienda. El Jazmín es una inverna inmensa, ahíta de pasto húmedo y exuberante, desde donde pueden verse los cerros Huaycas, el Quinchayo, y el imponente Ruqutuñú, cuyo nombre significa, según el quechua herético de los santeños, “viejo decrépito”, y en cuyas faldas tupidas habitan todavía el oso y la arisca pava de monte. El Jazmín es una explosión de colores. Aquí se ve a un grupo de campesinos de Simirís, con ponchos de listas azules; allá los de Chungayo, con unos de listas verdes; y reventando en granates y amarillos estridentes los ponchos de San Francisco, caserío al que también llaman “Chancha Bruja” por sus prácticas de hechicería. Los toros que se enfrentarán están apicotados en diferentes puntos, pitando, revolviendo el polvo con las pezuñas y meneando furiosos sus testas aceradas. A lo lejos brillan botellas de “primera” pasando entre los corrillos y preparando el ánimo de los apostadores. Nunca empieza una pelea si es que antes, los dueños de los toros y los jugadores, no están lo suficientemente caldeados por “la caña”.


3

— ¡Hay pelea!— grita de pronto Braulio Calle, Síndico de San Francisco y animador de la fiesta, mientras dos toros, un barroso y uno negro, avanzan hacia el centro, halados por sus dueños. La ponchería corre alborotada, y yo tomo posesión de una roca para contemplar a mi gusto el espectáculo. Los toros parecen como hechos de un material blindado, de sus narices salen verdaderos aquilones, y agitan los cuernos como si quisieran cortar el aire. Empiezan las apuestas. ¡Dos mil soles al barroso!, ¡tres mil al negro!, gritan los apostadotes agitando los billetes religiosamente guardados para ese fin. Una vez pactada, la apuesta se convierte en un asunto de honor. Los incumplimientos, que son muy raros, sirven sólo para desenvainar machetes, envolverse el poncho en el brazo e iniciar una pelea que suele terminar con la muerte de uno de los “contrarios”. Poco a poco, sin embargo, las fiestas van siendo menos cruentas, y los campesinos aprenden que la alegría no necesita de un chorro de “náparo” (así llaman a la sangre) para hermanarlos.
Los dueños de los toros, armados con un bastón de pajul o piñán que llaman “asta”, los arrean hasta ponerlos frente a frente. Las apuestas favorecen al negro. La gente se agita en una danza medrosa en torno a las bestias que, luego de cruzar una mirada de odio, chocan sus testuces con una violencia desenfrenada. Es un golpe seco, un golpe que bastaría para matar a diez hombres al mismo tiempo. Los músculos de sus nucas están tensos como si fueran a reventar. No dura, ni puede durar mucho la pelea. El toro barroso da un último resoplido y vuelve a golpear la testuz del negro, que no hace más que girar en redondo y emprender las de villadiego. Risas y palmas. Viene el pago de las apuestas, y otra vez el compás de espera, mientras don Braulio Calle, con su galonera de pócima en la mano, arma la segunda confrontación.
Esta vez son dos toros pintos. Sólo se diferencian por el color de los cuernos. Al que los tiene oscuros lo han traído desde Cabrerías, y al que los tiene cenizos de Quinchayo Alto. Los de Cabrerías miran de reojo al toro de sus “contrarios” y parece que estuvieran a punto de desistir. “Es tremendo cholazo”, balbucea el más viejo, pero los circunstantes, apelotonados, les ruegan que no se desanimen, que en realidad el toro parece “flojo” y por último...!aquí está, caraju, la bolsa que exigen los quinchayos!.
A una seña, Braulio Calle se pone de pie, y arqueando las manos sobre la boca lanza el grito que todos quieren oír:
— ¡Hay pelea!—
La luz de la tarde es clara todavía, pero ya se oyen las bandadas de los pericos acercándose a su refugio por la quebrada de los guayaquiles. Todo El Jazmín se anima. Los “churres” se encaraman en los higuerones y los viejos se acercan a donde ya están puestos los toros frente a frente. En efecto, el toro de los quinchayos parece más fiero que el de Cabrerías. Bufa, pita, escarba la tierra como si quisiera desenterrar un tesoro con el turbión de sus patas. El otro espera, los ojos luminosos y el resoplido tenso. Se miden, se calculan, pero ninguno de los dos se anima a iniciar el combate. Al fin lo hace el toro de Quinchayo, el golpe suena como un derrumbe, pero el de Cabrerías ha resistido y consigue desconcertar a su contrincante. Frotan sus testas, la una como queriendo penetrar en la otra. Súbitamente, el de los cuernos oscuros retrocede y golpea sin piedad la calota de la bestia de los quinchayos. “!Achachauuu!”, es el eco que brota del tumulto de ponchos, mientras el toro agredido se tambalea un instante y luego, bufando de dolor, huye despavorido produciendo el desbande y la gritería de la gente.
Se pagan las apuestas. Se pactan dos peleas más. En la última, uno de San Antonio y el otro de Tiñarumbe, los toros no han hecho más que mirarse sin atacar. Sus dueños los azuzan, pero nada. Esto ocurre cuando los animales ya pelearon alguna vez y uno de ellos ha padecido la fiereza del otro. Así termina la fiesta. Por Chancha Bruja se levantan varias columnas de humo y en la cima del Ruqutuñú el advenimiento del crepúsculo pone una pincelada de oro viejo. El Jazmín, donde la niebla comienza a bajar, se queda sola. Por diversos caminos, el gentío retorna a sus querencias. Los borrachos se abrazan de dos en dos, a ratos se detienen, juntan sus cabezas como los toros, y confundiendo sus voces con el canto de los “negros” sobre los yapugueros, lanzan a los umbrales de la noche la letra festiva o amarga de una vieja “cumanana”:

Pañuelo blanco me diste,
Pañuelo para llorar:
De qué me sirve el pañuelo
Si tu amor no ha de durar.

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