martes, 17 de julio de 2007

LO QUE EL TUNANTE DIJO AYER

Este agosto se cumple un aniversario más del nacimiento, en 1852, del escritor y poeta costumbrista Abelardo Gamarra, más conocido como “El Tunante”. Era liberteño, originario del distrito de Sarín, en la provincia de Huamachuco, de donde también son Ciro Alegría, Faustino Sánchez Carrión, Florencia de Mora, Santiago Zavala y Clodomiro Magno Guevara, entre otros personajes ilustres.

El Tunante murió a los 72 años en Lima, luego de una vida en la que no faltó casi nada: orfandad temprana, amores contrariados, bohemia, guerras, destierro, viajes, vida pública, y sobre todo, literatura y periodismo. No es posible en una nota como esta ocuparnos en extenso del sin número de actividades y episodios personales que protagonizó Abelardo Gamarra. Puede encontrarse todavía en algunas librerías de viejo su libro En la ciudad de Pelagatos, con dos ilustrativos prólogos de Edmundo Cornejo Ubillús, donde se reseñan algunos detalles y curiosidades sobre este personaje.

Es lamentable que debido a la pésima enseñanza de la literatura peruana en los colegios y en las universidades ciertas etapas de nuestro proceso literario resulten al estudiante pesados o prescindibles. Sucede en especial con la literatura quechua, la colonial y los autores que escribieron entre finales del siglo XIX y principios del XX. Nombres como los de Mercedes Cabello de Carbonera, Narciso Aréstegui, Manuel Moncloa y Covarrubias, Federico Blume y Adolfo Vienrich son, junto al de Abelardo Gamarra, literalmente desconocidos entre los estudiantes de hoy, y aun entre los propios profesores de literatura.

La obra de El Tunante, sin embargo, exige un espacio propio en el escenario cultural de nuestros días. Y es que la obra madura de Gamarra se genera precisamente en etapas críticas y convulsionadas muy semejantes a la nuestra. Vive intensamente los hechos y secuelas de la guerra con Chile y escribe y combate durante las dictaduras militares y el corrupto oncenio que presidió don Augusto B. Leguía. El poeta Wáshington Delgado en su Historia de la literatura republicana sostiene que con El Tunante “el costumbrismo alcanza dimensión nacional y cobra así, no sólo una mayor extensión descriptiva, sino también una mayor profundidad.” Bajo esta óptica, la gran tríada de nuestro costumbrismo la conformarían Felipe Pardo y Aliaga, Manuel Ascencio Segura y Abelardo Gamarra.

La prosa de Gamarra es desmañada, socarrona, hecha como un dibujo a mano alzada, pero llena de colorido, salpicada por el lunfardo que aprendió en sus andanzas argentinas y aderezada con el conocimiento de un castellano castizo y popular que reverbera graciosamente a lo largo de sus textos. El lector de hoy que superando prejuicios y desidias se atreva a leer a El Tunante, se encontrará con la agradable sorpresa de estar frente a un autor actual, contemporáneo, tanto por el estilo de su prosa como por su contenido.

Para los políticos y otros encumbrados personajes de esta época debe de ser muy desagradable enfrentar las mordaces crónicas de Abelardo Gamarra, y es probable que por ello se le recuerde poco. Veamos algunos ejemplos: de los congresistas provincianos que llegan al poder dice: “El triunfo en el congreso significa seis años- por la parte que menos- de predominio en la provincia; seis años de poder conseguir subprefectos y acomodaticios; jueces complacientes; maestros y empleados, todos de casa” y los hace cantar su “verdadero y legítimo himno nacional”: “Somos libres, seámoslo siempre/ antes niegue sus luces el sol/ que faltemos al voto solemne/ de mamar hasta más y mejor,”

En un jugoso diálogo entre candidatos a diputados, Gamarra pone en boca de uno de ellos el siguiente párrafo: “aquí el negocio más redondo es el de mi candidatura. Esto de la candidatura es, amigos míos, uno de esos filones que durante no pocos años pueden ser explotados maravillosamente, y al cual pondrán siempre la puntería los más prácticos. Se arriesga el pelo pero el bienestar queda asegurado para los que pertenecen al empresario, hasta la milésima y última generación.”

A los politicastros que se preocupan porque carecen de una doctrina, los aconseja por boca de uno de sus maquiavélicos personajes: “¿En eso te paras? ¿Qué principios necesitas o cuál doctrina? ¿Qué credo te precisa, el de los apóstoles o el credo cimarrón? Echa en la talega todos los credos y todas las doctrinas, todos los principios y todos los fines, como en cajón de sastre, y al son que te toquen, bailas.”

Un ministro - escribe El Tunante- en el fondo es un buen sujeto: que sube modestamente o a llenar el hueco de algún sillón, o a la que aquí llamamos aseguratam: empotrar a la parentela y ladearse para una de las mil canonjías en que viven y reinan los que designamos con el calificativo de rumiantes.

Sobre la puerta del Palacio de Justicia – escribe en otra parte- debía haber una inscripción que parodiara a la que colocó Dante en la entrada del infierno: El que penetre aquí, pierda toda esperanza.”

En el hilarante patíbulo tunantesco no queda títere con cabeza. Por él pasan jueces, abogados, ministros, presidentes, tinterillos, alcaldes, alguaciles, regidores, visitadores, periodistas, celestinos, religiosos, militares, viejas huachafas y hasta curanderos chambones. Lo curioso es que cualquiera de sus notas parece escrita ayer, lo cual habla muy mal de un Perú que se niega a remediar sus taras seculares, puesto de espaldas a sus propios intereses y al curso de la historia. Si el Tunante resucitara, no necesitaría volver a escribir. Le bastaría con reeditar su obra para seguir gozando del favor de sus lectores.

Fue El Tunante quien en l879 le puso nombre a la marinera, nuestra danza nacional, y escribió la famosa “Conchaperla”. A él debemos valiosos trabajos sobre el folklore nacional y, dentro de su obra política, importantes leyes a favor del indio, el niño, la educación y la agricultura. El mejor homenaje que los peruanos podemos rendirle a este urticante escritor es, paradójicamente, restándole actualidad a sus escritos. Sin duda, es esta la broma más pesada que nos ha jugado don Abelardo Gamarra. Me temo que los déspotas y los garduñas prefieren que continúe en el desván del olvido.

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