viernes, 30 de noviembre de 2007

CÉSAR VALLEJO NO HA MUERTO


(Artículo publicado en el diario CORREO de Piura el miércoles 11 de mayo de 1977 como respuesta al texto homómino del profesor español Ramón de Dolarea, publicado en el Diario El TIEMPO el 23 de abril de 1977)

Publico en mi blog este viejo artículo para que se sepa las diferentes batallas que, desde tiempo atrás, hemos librado los vallejistas en defensa de la vida, la obra y el pensamiento de nuestro ilustre poeta. La insidia antivallejo empezó cuando él aún vivía y, sobre todo, cuando se hizo militante comunista (1928-1930). El profesor Dolarea, a quien no conocí personalmente, llegó a Piura en los años setenta como docente de la Universidad Privada de Piura, prístino bastión de la santa mafia llamada Opus Dei, a la que ahora pertenecen el cura Cipriani y el casto Rafael Rey. La lucha, ciertamente, continuará.



La mayoría de escritos publicados como homenaje en el mes de la muerte de nuestro insigne vate César Vallejo, buscan sustancialmente un objetivo común: convertirlo en un místico “frustrado”. El error parte de un apreciable desconocimiento tanto de la vida como de la obra del poeta. Todos sabemos que con Los heraldos negros, Vallejo se inicia como epígono parcial del modernismo, escuela literaria instituida por Herrera y Reissig y Rubén Darío, de quienes absorbió el singular simbolismo y el gesto irreverente. De ahí proviene su primera imprecación literaria contra dios y esas primeras interrogantes que, saliéndose de los parámetros formales de su época, lo sitúan como un poeta de “protesta metafísica” (Hay golpes en la vida, tan fuertes…yo no sé. /Golpes como del odio de dios…)

1. El político

Es demasiado pronto para deducir de esta primera etapa que Vallejo padece “los altibajos del misticismo a la blasefemia”, como afirma el profesor Dolarea, pues todos sabemos que una vez convertido en residente parisino, César Vallejo se muestra muy preocupado por su actitud política y su quehacer literario. Si recurrimos a fuentes fidedignas, como es el caso de su propia esposa (Vallejo: allá ellos, allá ellos, allá ellos) nos percataremos de que la vida de nuestro poeta en París era un constante anhelo por comprender su época, por reflejar en su literatura la lucha de clases, por conocer e intervenir en la ascendente labor político-cultural del proletariado peruano. Prueba de ello son sus artículos para la revista “Mundial”, su correspondencia con José Carlos Mariátegui, sus colaboraciones en “Amauta”, su franca ruptura con el APRA, su viaje a Rusia y los libros que escribió sobre el naciente socialismo ruso, su conversión al marxismo-leninismo, su expulsión de Francia y su activa participación en la Guerra Civil Española (1936-1939). Dejamos de mencionar los libros España, aparta de mí este cáliz y Poemas humanos por tratarse de libros con una orientación política definida, obviamente marxista.

2. Místico del socialismo

De ninguna manera Vallejo es, como quiere el profesor Dolarea, un Rasputín que vive “entre la blasfemia y el misticismo”. Debemos comprender que Vallejo fue un político militante, un combatiente del proletariado, un poeta que lejos de proclamar el “vox populi, vox dei” afirmaba: “toda voz genial viene del pueblo y va hacia él”. Tratar de “descubrir” al Vallejo místico no es precisamente un error porque Vallejo fue un místico del socialismo. Lo que constituye un equívoco (y por lo general una mala intención) es querer convertir a Vallejo en un fraile que escribía versos o en un hedonista cuya angustia esencial era “o dios o el ateísmo”. La historia no debe falsear la realidad.



3. Las rupturas consentidas

Dice el “doctor” Dolarea que “la falta de formación” (¡!) de Vallejo es la que lo lleva, junto con la duda, a esas “rupturas consentidas con dios”. Esto sí que es una grave injusticia. El hecho de que Vallejo haya discrepado con el idealismo cristiano (el lector puede percatarse de ello leyendo Rusia en 1931) no significa en modo alguno que el poeta haya carecido de formación. ¿De dónde ha sacado el profesor Dolarea que cristianismo es sinónimo de “buena formación” y que las otras religiones o creencias lo son de “mala formación”? Afirmar esto es retroceder al oscurantismo medieval de los inquisidores y de la leña verde.

4. Mestizaje y religión

Otro de los errores conceptuales del profesor Dolarea lo comete cuando afirma que la poesía de Vallejo, por ser mestiza, “es en consecuencia religiosa”. La conquista española no significó nunca un triunfo absoluto de la monarquía ibérica ni de sus vicarios en tierras americanas. Por el contrario, la dominación española siempre fue combatida, desde Atahualpa hasta hoy, a través de lo que se conoce como el proyecto indígena de liberación nacional. La religión católica, por su lado, lejos de arraigar en su forma ortodoxa en las grandes mayorías peruanas, ha quedado convertida, debido al sincretismo, en una yuxtaposición de paganismo y ritualismo, a través de la cual el pueblo peruano rememora y defiende sus antiguas creencias. Es absurdo, pues plantear que el mestizaje biológico de Vallejo deba significar que su literatura es, por eso, “naturalmente” católica. Las menciones de Vallejo a dios en su poesía no lo convierten en católico. No olvidemos que descendía de curas y que pertenecía a una familia rural donde las expresiones cristianas (si dios quiere, dios se lo pague, sólo dios sabe, que dios te bendiga, etc, etc) son frecuentes y no implican necesariamente la adhesión filosófica a una corriente religiosa.

5. Vallejo trágico

En el Perú, se ha hecho de Vallejo una leyenda trágica. Hasta en su iconografía se procura plasmar en sus rasgos la desesperación, la soledad, la angustia irreductible, lo cual no corresponde a la verdad. Vallejo no añoraba el Perú, como sostiene el profesor Dolarea, “por sus montañas, el verdor de sus valles estrechos y la limpidez de su cielo azul”. Vallejo deseaba retornar al Perú para intervenir directamente en las incipientes luchas del proletariado peruano. Montañas, valles verdes y cielos azules hay de sobra en Europa y Vallejo pudo haberlos recorrido (y de hecho lo hizo) sin necesidad de someterse a “angustias existenciales”.

6. El hijo pródigo

El profesor Dolarea llama a Vallejo “el hijo pródigo que ha evadido sus propias responsabilidades”. Como respuesta a ello, básteme decir que Vallejo murió pronunciando el sagrado nombre de España, pero no el de la España franquista, monárquica y reaccionaria, sino el de la España popular, la de los republicanos y las Brigadas Internacionales. Y esa España fue una de las mayores responsabilidades de su tiempo. Él no sólo asumió la suya sino que llamó a todos los literatos de su tiempo a defender la causa de la República Española, precisamente en una intervención que denominó “La responsabilidad del escritor” durante el II Congreso de Escritores Antifascistas realizado en Madrid en julio de 1937. Allí Vallejo, entre otras cosas, dijo: “Jesús decía: ‘mi reino no es de este mundo’. Creo que ha llegado el momento en que la conciencia del escritor revolucionario puede concretarse en una fórmula que reemplace a esta fórmula, diciendo: ‘Mi reino es de este mundo, pero también del otro’”. Irresponsables fueron, y siguen siendo, los que con su adhesión alentaron la derrota del ejército popular republicano, permitiendo que Adolfo Hitler, con las puertas abiertas y sin trabas, sometiera a casi toda Europa a sus planes genocidas, racistas e imperialistas..

7. El talento truncado

Por último, el “doctor” Dolarea afirma que “ las causas del talento truncado de Vallejo son dos: su ateísmo, que imperaba en Europa, y las caídas recurrentes del poeta en la pasión y el desenfreno”. Dos barbaridades del tamaño de una catedral.

En primer lugar, es necesario aclarar que muchos famosos talentos han sido y son ateos o agnósticos, y no por eso son “talentos truncados”. Mencionemos a algunos: Voltaire, Fuerbach, Karl Marx, Neil Bohrs, Bertrand Rusell y un largo etcétera. El axioma del profesor Dolarea: “ateísmo es igual a talento frustrado” no tiene ni pies ni cabeza.

Segundo y último: ¿De dónde saca el profesor Dolarea al Vallejo “desenfrenado” y “pasional”? Sólo el odio a todo lo que huela a marxismo, que el Opus Dei les inculca a sus turiferarios, hace que se escriban sandeces como ésta.

jueves, 29 de noviembre de 2007

UN GÁNSTER A SU MUSA



ME VUELVO UN GÁNSTER cuando estoy contigo:
Pierdo el tiempo, no estoy, remoloneo,
Me vuelvo un animal hecho de lámparas,
Un gato verde, una anguila con descargas
Eléctricas de luna…Y sólo duermo,
Y sólo muerdo del pasto de tus senos
Y escribo con mis yemas en tus nalgas
Grafitis de tunante enamorado.
No me importan las calles ni la gente,
Si la lluvia ha cesado o los tenderos abren.
Nada, nada me importa tanto
Como lamerte con mi lengua de allco
Y convertirme en cauce floral de tu torrente.
En cuanto llegas, mi cama se convierte
En un breve planeta en el que caben
Sólo dos: mi alegría de gánster
Y la tuya de alondra al comenzar el alba.
Todo se borra detrás de mi ventana:
El viento es otro viento, el mundo se evapora.
Sólo nosotros somos, hemos sido tomados
En rehén por las fuerzas del amor insaciable.
Tú y yo… ¿qué diablo nos importa
Lo que acontezca afuera?
¿Si las palomas duermen, si una muchacha llora,
Si ha llegado el otoño o ardió la primavera?
Sólo nosotros somos, estamos, nos amamos,
Nos penetramos lentos, furiosos, amarrados
Por una rosa roja.
Para qué quiero el aire si te tengo
Para qué a los demás si tú me bastas
Para qué ríos, corolas o montañas
Si tu saliva, tus labios y tu pubis
Son mucho más que eso.
Nos amamos nomás. Duermes y duermo.
Otra vez nos amamos y dormimos.
¿Qué diablo nos importa
A un gánster desnudo, sin sus botas,
Y a una musa feliz que se ha dormido
Bocabajo en su cama, desvestida,
Lo que ocurra detrás de esa ventana
Donde anda tanta gente haciendo tonterías?

EL DÍA EN QUE ELLA VA A REUNIRSE CON ÉL


Danilo Sánchez Lihón


1. Dulzura por dulzura corazona

Cayó y rodó por las gradas de cemento de la escalera de su departamento, en el quinto piso del edificio donde vivía, en la cuadra 52 de la Av. Arequipa. El golpe le ocasionó una lesión cerebro vascular de la cual no se recuperó jamás.

Tres horas estuvo inconsciente tirada en la losa sin que nadie pudiera auxiliarla. Y es que vivía sola.

Era la esposa –lo es– del poeta más estremecedor, audaz y rotundo de los últimos siglos de la poesía universal, quien escribió para ella:

Costilla de mi cosa,
dulzura que tú tapas sonriendo con tu mano;
tu traje negro que se habrá acabado,
amada, amada en masa,
¡qué unido a tu rodilla enferma!
Simple ahora te veo, te comprendo avergonzado
en Letonia, Alemania, Rusia, Bélgica, tu ausente,
tu portátil ausente,
hombre convulso de la mujer temblando entre sus vínculos.
¡Amada en la figura de tu cola irreparable,
amada que yo amara con fósforos floridos...

Cuando era niña, a los seis años contrajo tuberculosis en una pierna, quizá por eso rodó en la escalera de su casa.

El accidente fue por salir a dar de comer a los gatos de la vecindad, que se reunían cotidianamente para este ceremonial y en aras del cual ella preparaba pacientemente la comida, cortando el pan en pequeños trozos, mezclándolos con atún y saliéndolos a repartir a los mininos a quienes revisaba sus heridas y curaba sus lastimaduras.

Ese accidente, cuando ella tiene 71 años, ocurrido el año 1979, le ocasiona una lesión cerebro vascular.

El accidente ocurrido a principios del año 1979, cuando contaba con 71 años de edad, le provocó un ataque de hemiplejia que devino en arterio-esclerosis.

Fue internada en la Clínica San Borja, luego en el Hospital Militar por gestión del Ministro de Educación Gral. Guabloche Rodríguez y, posteriormente, el 14 de febrero de 1979 fue internada en la Clínica Maison de Santé, donde ocupó el departamento 328. Para ello, la Sociedad de Beneficencia Francesa le otorgó una subvención de mil francos mensuales para sufragar gastos de medicinas y servicios médicos.


2. Los niños inválidos fueron quienes la acompañaron a su tumba

Murió después de cinco años de permanecer postrada a consecuencia de la caída referida, expirando el 4 de diciembre del año 1984, a las 5.35 de la madrugada, víctima de un ataque cardíaco y embolia cerebral, a la edad de 76 años.

Sus restos fueron trasladados a la capilla del Hogar Clínica San Juan de Dios donde fueron velados.

Está sepultada en el Cementerio de la Planicie, en una tumba donada por los hermanos de esa casa de San Juan de Dios que ayuda a los niños con limitaciones en su salud corporal y mental.

Esos niños inválidos fueron quienes la acompañaron a su tumba. Y ¡qué bien que así lo hicieran porque nada puede ser más afín a Georgette que esa escolta y ese séquito!

Son los representantes de un país herido, lacerado por tantos sufrimientos. Pero también son las huestes de los voluntarios de la República Española, adultos o niños, que luchan por la redención del hombre.

Donó todo lo suyo, incluso los manuscritos de César Vallejo, a los enfermos de dicho nosocomio e institución de caridad. En poder de nadie esta herencia tiene su mayor sentido y coherencia que en manos de los enfermos del Hogar Clínica San Juan de Dios.


3. Por quienes habrá que echarnos la culpa a todos

Al morir pesaba 40 kilos.

El hermano Lázaro Simón Cánovas, director del Hogar Clínica San Juan de Dios, quien la conoció muy de cerca, dijo en su sepelio:
“Había que estar muy cerca de ella para comprender la inmensa ternura que guardaba detrás de su introversión".
Ternura que era enorme y total frente al mundo desvalido, humillado e impotente.

Para con los niños sobre quienes se abate y asesta el golpe ciego y fiero la invalidez.

Para con aquellos que son víctimas de la violencia familiar.

Con quienes son víctimas de la sinrazón y la ceguera del mundo.

Respecto a quienes no habrá a nadie a quien culpar por el abandono y la atrocidad en la cual viven.

Por quienes habrá que echarnos la culpa a todos; a uno mismo, que es lo que generalmente ella hacía.

Que es lo mismo que hacía su esposo, César Vallejo, quien confesaba:

Señor. . .
Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón...

4. A quien correspondía dar el veredicto y la sentencia final, desde la eternidad

Sobrevivió 46 años a su esposo, muerto en 1938. En todo ese tiempo le fue totalmente fiel y consagrada a defender su obra. Vivía con él, dormía con la mano aferrada a la escultura de la mano de él que se la tomó en yeso, aún en su lecho de muerte.

Sin embargo había días en que estaban enojados:

– Estoy enojada con Cesár. –Decía con ese modo de pronunciar el nombre de pila de su esposo, acentuando la última sílaba y haciéndola una palabra aguda.

Lo cual significaba que tenía cubierta con un lienzo la mascarilla de César Vallejo. Entonces la réplica que tenía de su rostro estaba a oscuras, sin luz, cubierta con un manto.

Había puesto de ese modo la separación de una delgada tela entre ella y ese ser que habitaba su universo de manera impertérrita como ningún otro poeta en el mundo se tiene noticia que haya existido tan evidente, más allá de la muerte para alguna mujer.

Sin embargo, era un ser que tenía muchos motivos para la queja y el reproche hacia quien fue su esposo, una pareja que sufrió mucho a su lado y siguió sufriendo más aún sola y sin él. Una persona que dejó mundo tras mundo por él: su infancia, su provincia, su candor, su fortuna, su país, su paz y finalmente su vida.

Fue la peregrina, la rabona, la montonera, quien encarna de manera central y auténtica su mensaje, su misión y la trascendencia que él vino a representar en este mundo.

Pero había otros días en esa larga sobre vivencia amanecía y expresaba radiante:

– Ya estoy amistada con Cesár.

Y entonces descubría la mascarilla. Iniciaba para tal ocasión una larga conversación con él, acerca de la vida cotidiana, de las cosas del mundo. Ella le contaba, como si fuera una chiquilla, hasta de sus equívocos, sin parar y él respondía con monosílabos, como un oráculo que más escucha que habla pero a quien correspondía dar el veredicto y la sentencia final, desde la eternidad.


5. Engarzada en la mano y en el alma de ese ser andino, mestizo y absoluto

Tenía ella para regir su vida la voz del océano, de la montaña, del trueno y del relámpago que era él, porque en eso se convirtió Vallejo para ella, espacio estelar y en voz, en sentido y en dirección de la vida.

Por eso, de lo que no se desprendió ella jamás era de su palabra, de su manera de ser, como de su reflexión al punto de llegar a pensar y actuar como él.

Y tal como lo expresó: Lo único que le faltaba para vivir plenamente a su lado “eran sus pasos”.

Y es que caminaron mucho juntos, su estilo era ir cogidos de la mano, amorosos. Deambularon por Berlín, Leningrado, Moscú, Praga, Viena, Budapest, Venecia, Florencia, Roma, Pisa, Génova, Niza. Eran dos seres que encontraron un compás absoluto al caminar, se los nota en la foto transitando con Rafael Alberti en una calle de Madrid.

¿Cómo se los ve? Absolutos, íntegros. Acoplados en el caminar, coincidentes, hechos uno para el otro. Ela muy bella y muy mujer; él muy señor, y varón. Ella: encantadora, una gacela y una flor de liz, un emblema del imperio. Hermosa, elegante, espigada.

Sumida en una especie de encantamiento, muy en su aureola y en su mundo, parisina como era, con el abrigo que bate al viento, arrobada en sí misma, con un sombrero sutil, con un collar que le pende al cuello, se descuelga por su pecho y un chaleco de botones ostentosos.

Las rodillas muy juntas al caminar, una con otra como cabe en una mujer a quien su madre ha inculcado el orgullo de tener ascendencia en la nobleza napoleónica, pero que ahora va engarzada en la mano y en el alma de ese ser andino, mestizo y absoluto como es César Vallejo, de traje oscuro riguroso, con una punta de pañuelo blanco que le sobresale en el pecho y que en la mano porta un sombrero de fieltro claro.


6. ¿Qué son nuestros destinos y de qué materia estamos hechos?

Es una pareja de cuento, una pareja para la historia de la humanidad, que como ella no se ha visto otra. Yo lo supe cuando ella ingresó 14 años después de haber muerto su esposo e iba a conocer viniendo desde Trujillo, es más: desde Lima, es más: desde París, para conocer mi pueblo de Santiago de Chuco enclavado en los andes hasta donde ella arribó siguiendo los pasos de quien fuera su esposo hacía tantos años muerto. ¿No ocurre que más bien sobre el amor se abate el olvido?

Por eso y muchas otras razones significativas es una pareja para la historia de los siglos. Lo importante del instante y del segundo de esa foto en España es que esas dos vidas se persiguieron una a la otra 46 años después que uno de ellos muriera.

En este mundo y en este planeta ellos volverían a encontrarse muchas veces. Y estarán ahora juntos si es que existen otros mundos que repliquen o representen o proyecten a este en donde sobrevivimos.

Tenía Georgette una vida familiar intensa con su esposo difunto. El referente era la mascarilla que ella mandó a que se le tomara en el lecho de su muerte.

Hasta peleaba con él, con el yeso del alma y el aroma a ciegas del ausente. ¿Qué fuerza puede tener la vida para esta suplantación del pálpito y hasta del aliento ¡y hasta de la química del olor! en la tierra blanca con goma que es el yeso? ¿No es igual cuando adoramos con devoción infinita a tantos santos entronizados en los altares? ¿Qué son nuestros destinos para llegar a esta consubstanciación? ¿Y de qué materia estamos hechos los humanos para reverenciar la vida en lo muerto, o en algo que no tiene vida, o en aquello que la lógica y el raciocinio niega y deplora?


7. Tenía que cumplir una misión y una obra aún no terminada

Estas relaciones paradigmáticas actitudes solo caben en los seres más extraordinarios pero a la vez en los más simples y humildes. En quienes no caben es en los términos medios. Yo he visto en las gentes sencillas este amor consumado más allá de la vida y de la muerte. Y he contemplado ese rito supremo del amor en amuletos y hasta en los objetos cotidianos que alguien tocara, en donde posó su mano el amado o la amada.

Sólo muy pocas veces la mascarilla de Vallejo en la casa de Georgette estuvo cubierta, Lo normal era que conversaran y hablaran interminablemente y que estuviera libre del manto del enojo porque más estuvieron en paz y armonía y en franca comunión.

Sólo una vez estuvo por mucho tiempo cubierta. Sólo una vez tembló la vida a tal punto que amenazara derrumbarse. Sólo una vez estuvo Georgette a punto de dejarlo a él para siempre cuando él ya hacía años que había muerto. Y el motivo fue todo lo que él hizo para salvarla. ¡Pero ella quería irse con él!

La golondrina estuvo a punto de cambiar de rumbo, de cambiar a otro océano. ¡Imposible, no hay otro océano para seres como ella! Pero pudo posar en cualquier roca o piedra. Y no lo hizo. Hubiera emigrado hacia otra playa, quizá de alguna laguna, charco e incluso pantano. Y no incurrió en eso.

Fue, lo confiesa ella, la circunstancia más terrible que ha pasado en la vida, después de la muerte misma de Vallejo en que estuvo de pie a su lado cerca de cuarenta días con sus noches.

Y esta vez fue cuando ella consultó a un medium y éste le reveló un hecho que para ella fue atroz, que estuvo a punto de hacer que el mundo se derrumbara por completo:

Este medium le reveló lo siguiente: Que ella estuvo a punto de morir e ir, consecuentemente, a reunirse con él. Y allí se interpuso Vallejo para que ella permaneciera aquí. Que ella tenía que cumplir una misión y una obra aún no terminada.


8. La crisis más atroz que ella pasó, lo confesó así, en este mundo

Este hecho, este aplazamiento de volver a juntarse en el cosmos y ser una sola alma en dos cuerpos –aunque estas categorías no son para esos mundos, en donde ya se han encontrado– le causó tal decepción que mucho tiempo la mascarilla permaneció cubierta y ella anonadada no sabía cómo convertir su amor en odio, su pasión en rencor, su cariño en amargura. Ella misma lo ha explicado de este modo:
“Aún estando muerto yo continué casada con él. Nunca me interesó otro hombre, pero un día terrible un medium me dijo que se había comunicado con el espíritu de Vallejo y que él le había dicho: “Georgette quiso seguirme a la muerte pero yo quise que se quedara en la vida”. Ese día me separé brutalmente de él. Así, mientras uno vive con un muerto vive con él, pero cuando uno se separa, entonces empieza la horrenda soledad”
Entonces empezó a romper, a desprenderse de cosas, a querer librarse de él, sin saber por dónde empezar a desatar el nudo que lo ataba a ese hombre que le había inferido el dolor más atroz: el de aplazar el tiempo para reunirse y ser otra vez uno, de estar otra vez juntos.

De ese hombre que había cometido el acto cruel, traidor y desalmado de obligarla a permanecer en este mundo en donde él ya no estaba y de aplazar de modo interminable el reencuentro.

Fue la crisis más atroz que ella pasó, lo confesó así, en este mundo.


9. Nevé tanto para que tú duermas

Georgette dejó sellada la tumba de César Vallejo –como esposa legítima que era, pues se casaron el 11 de octubre del año 1934 en la Alcaldía del Distrito 15 de París– de tal modo que nunca sea posible abrirla sin su consentimiento.

De ese modo, al morir ella, se esfumaba y caía en un pozo ciego y abismal la única llave que hubiera hecho posible abrir ese catafalco. Ya no solo el retorno a su tierra sino que ni siquiera trasladar el hueso húmero de Vallejo al Perú y a Santiago de Chuco es posible, como es nuestro más profundo y sentido anhelo.

Ella adquirió a perpetuidad la tumba de Montparnasse e hizo trasladar allí los restos mortuorios del poeta –en el lugar que él le indicara que quería descansar algún día, y donde reposan los célebres e inmortales de Francia y el mundo– hecho que consumó el año 1968, para lo cual ahorró moneda tras moneda y sin pedir ayuda a nadie.

Pero dejó estipulado una cláusula en el contrato que de acuerdo a las leyes de Francia es inalienable. Dicha cláusula de acuerdo al régimen de propiedad privada de dicho país es que nadie sin su consentimiento puede abrir dicha tumba. De ese modo lo hizo suyo para siempre, actitud uterina de mujer, quizá haciéndolo el primer y único hijo que alcanzó a tener.

Sobre su lápida mandó grabar parte de este epitafio que escribió para él:

Tú mi vida
tú mi desgracia

toda mujer eternamente
mece un niño

Nevé tanto
para que tú duermas

lloré tanto
para desvanecer tu ataúd

Sin embargo, ella deseó ser enterrada en el Perú, como última e inquebrantable voluntad, como expiación por haberse opuesto de modo tenaz e irrevocable a la repatriación de los restos mortales de César Vallejo a su tierra natal.

10. Tu frente llena de sollozos en mi regazo seco

No gestionó ser enterrada al lado de César Vallejo. No hizo nada para que ello se cumpliera. Pese al amor sublime, más allá de la vida y la muerte, que traspone y alcanza la eternidad, y que ella le tuvo.

Amor que sobre todo lo probó con su vida, sus pasos y su ejemplo, no dio un solo paso por reunirse con él en este mundo.

Pese a quienes la zahirieron y le reprocharon un querer aprovechar la memoria de su esposo y colocarse muy cerca de él. Se quedó aquí en el cementerio Jardines de la Paz, de La Planicie, en la Capilla 2, Letra C, Fila 4, Nicho 36, Planta B.

¡Sin embargo, aquel lugar en su tumba al lado de él, en Montparnasse, le correspondía!

Pero era más profunda su posesión de tal modo que como cadáver lo porta en el útero simbólico de lo que es su tierra de origen, su cultura y su gente.

¡Sin embargo, ese lugar en su tumba al lado de él le corresponde sobre manera!, no por lo esposa que fue sino por lo mujer eterna consagrada a él en la vida y en la muerte!

No ocupa el lugar que le corresponde. No hizo nada por ello. Y al contrario deshizo en el planeta tierra, siquiera de ese modo, el volver a estar enlazados. Quizá queriendo decirnos con ello que hay pendiente el tema de cambiar el mundo de manera radical.

No movió un milímetro en tal sentido aquella a quien se le acusó de apropiarse de Vallejo. Dejó la lección de que todo ello no era cierto, en lo que hay de profano y superfluo, porque nada más natural y legítimo que ella compartiera junto a él el camposanto que adquirió con sacrificio supremo. Es posible que ni siquiera se le ocurriese en ningún momento. Y si lo pensó lo descartó de plano.

Pero sí dejó escritos estos versos que solamente se pueden escribir con la matriz hecha gemidos:

he corrido tanto
y ya nada existe

Un día
cuando haga mucho calor

como un cascabel roto
iré a sentarme en tu tumba

Con la cabeza apoyada en tu muerte
interminablemente escucharé tu sueño

tu frente llena de sollozos
en mi regazo seco.


Texto que puede ser reproducido citando autor y fuente. Teléfonos: 420-3343 y 420-3860 Revisar otros textos en el blog: danilosanchezlihon.blogspot.com

miércoles, 28 de noviembre de 2007

SANTO DOMINGO ERA UNA FIESTA

1

El volkswagen en el que íbamos empezó a devorar distancias y en pocos minutos salimos de la panamericana para entrar al polvoriento camino que lleva a Lainaz y Carrasquillo, luego a esa entrada mustia de Morropón, donde un burro “mojino” devoraba unas cuantas algarrobas doradas, y una gavilla de “churres” arrojaba piedras a un chivo saltarín.
Unas cuantas curvas por entre las calles morropanas y ya estamos levantando una nube de polvo rumbo a nuestro destino: el pueblo de Santo Domingo. En un instante más llegamos a la explanada que los lugareños llaman “El Chorro”, en donde campesinos serranos y costeños realizan el comercio de sus ganados. Corre viento fresco y un cielo diáfano deja ver los macizos morados que más tarde subiremos. Pero antes, bajo la sombra propicia de un algarrobo, nos sentamos a consumir un estimulante cebiche y dos cachemas encebolladas que una vivandera morena ha frito sobre una tulpa frenética.
Después del caserío Piedra del Toro, la pendiente empieza a escarparse. Esa zona es la “banda” izquierda del río La Gallega, que baja límpido y abrumador durante los meses de verano, en los años lluviosos. Es un vaso natural gigantesco, repleto de piñán, cabuya, ceibo y overales. Minutos más tarde llegamos a Caracucho y luego a El Puente, con su restaurante humoso, una gasolinera, y la popular Cruz de Agua Santa, ara rústica donde los viandantes depositan monedas y “milagros” con el fin de obtener alguna gracia o simplemente por seguir el rito de unción cristiana..
Lo demás es subir y subir. El camino es apenas una serpiente flácida, retorcida y reseca, de curvas sorprendentes y abismos insólitos. De rato en rato nos topamos con alguna campesina que baja sonriente, haciendo reverberar el camino con las rosas de sus mejillas. En el mojinete de una choza, un perro chusco nos ladra desesperadamente. Llegamos a Paltashaco: el volkswagen pasa como un ratón asustado y ya estamos de nuevo devorando recodos y sintiendo que nuestros pobres pulmones de “chalas” apenas si soportan la limpidez del aire.
Pambarumbe: otra vez las tejas rojas y las fachadas blancas, Un grupo de campesinos conspira alrededor de una inconfundible botella de “primera”, y en una callejuela despejada un grupo de estudiantes ensaya una marcha militar. El cacharro se escabulle, y después de unas cuantas vueltas nos pone en el caserío de Santiago. Hay ambiente festivo, las puertas están abiertas y los lugareños corren por todos lados; en dos días más se celebra la fiesta del pueblo, y por eso es que hay tanto “papel cometa” formando coloridos arcos en las bocacalles.
Llegamos a San Miguel. Es menos que un caserío, tan sólo la estación que parte en dos el camino: el que sube a Chalaco y el que baja a Santo Domingo. Con este caserío me sucede siempre lo mismo: en el recuerdo se me borran las gentes y las cabañas, sólo me queda una acequia y unas cuantas gallinas picoteando la tierra reseca del sendero.





2

Las tres de la tarde. Esta vez el camino se inclina ligeramente hacia abajo. Se tupen los platanales, el pasto y los floripondios. Una curva más y aparece Santo Domingo: una calle con coloridos arcos, un campanario macizo y lonas con rayas coloradas de los tenderos y vivanderas de la feria. Entramos lentamente. Dos viejos campesinos con ponchos negros y sombreros de palma, brindan en mitad de la calle agitando una botella de primera, esa bebida casi sagrada que extraen de la caña y que es la materia prima de la alegría serrana, conjuradora de penas y caldera de mortíferos encuentros con machete y puñaleta. El pueblo celebra sus 94 años de fundación, y es como si nos esperara.
No hay tiempo que perder. Allí queda el escarabajo detenido en seco, rodeado de “cholitos” cetrinos que aplastan sus narices contra los vidrios empolvados. Hemos tenido cuatro horas de encierro y estamos ansiosos por desperezarnos y caminar al aire libre. Preguntamos por la pelea de toros y nos informan que en pocos minutos empezará, que hay toros “hasta de sobra” y que las peleas serán en El Jazmín. El sol cae de golpe y hasta los cerros más altos dejan ver nítidamente sus cumbres impresionantes.
Un caminito abrupto, flanqueado de rosedales e higuerones, nos lleva al lugar de la contienda. El Jazmín es una inverna inmensa, ahíta de pasto húmedo y exuberante, desde donde pueden verse los cerros Huaycas, el Quinchayo, y el imponente Ruqutuñú, cuyo nombre significa, según el quechua herético de los santeños, “viejo decrépito”, y en cuyas faldas tupidas habitan todavía el oso y la arisca pava de monte. El Jazmín es una explosión de colores. Aquí se ve a un grupo de campesinos de Simirís, con ponchos de listas azules; allá los de Chungayo, con unos de listas verdes; y reventando en granates y amarillos estridentes los ponchos de San Francisco, caserío al que también llaman “Chancha Bruja” por sus prácticas de hechicería. Los toros que se enfrentarán están apicotados en diferentes puntos, pitando, revolviendo el polvo con las pezuñas y meneando furiosos sus testas aceradas. A lo lejos brillan botellas de “primera” pasando entre los corrillos y preparando el ánimo de los apostadores. Nunca empieza una pelea si es que antes, los dueños de los toros y los jugadores, no están lo suficientemente caldeados por “la caña”.


3

— ¡Hay pelea!— grita de pronto Braulio Calle, Síndico de San Francisco y animador de la fiesta, mientras dos toros, un barroso y uno negro, avanzan hacia el centro, halados por sus dueños. La ponchería corre alborotada, y yo tomo posesión de una roca para contemplar a mi gusto el espectáculo. Los toros parecen como hechos de un material blindado, de sus narices salen verdaderos aquilones, y agitan los cuernos como si quisieran cortar el aire. Empiezan las apuestas. ¡Dos mil soles al barroso!, ¡tres mil al negro!, gritan los apostadotes agitando los billetes religiosamente guardados para ese fin. Una vez pactada, la apuesta se convierte en un asunto de honor. Los incumplimientos, que son muy raros, sirven sólo para desenvainar machetes, envolverse el poncho en el brazo e iniciar una pelea que suele terminar con la muerte de uno de los “contrarios”. Poco a poco, sin embargo, las fiestas van siendo menos cruentas, y los campesinos aprenden que la alegría no necesita de un chorro de “náparo” (así llaman a la sangre) para hermanarlos.
Los dueños de los toros, armados con un bastón de pajul o piñán que llaman “asta”, los arrean hasta ponerlos frente a frente. Las apuestas favorecen al negro. La gente se agita en una danza medrosa en torno a las bestias que, luego de cruzar una mirada de odio, chocan sus testuces con una violencia desenfrenada. Es un golpe seco, un golpe que bastaría para matar a diez hombres al mismo tiempo. Los músculos de sus nucas están tensos como si fueran a reventar. No dura, ni puede durar mucho la pelea. El toro barroso da un último resoplido y vuelve a golpear la testuz del negro, que no hace más que girar en redondo y emprender las de villadiego. Risas y palmas. Viene el pago de las apuestas, y otra vez el compás de espera, mientras don Braulio Calle, con su galonera de pócima en la mano, arma la segunda confrontación.
Esta vez son dos toros pintos. Sólo se diferencian por el color de los cuernos. Al que los tiene oscuros lo han traído desde Cabrerías, y al que los tiene cenizos de Quinchayo Alto. Los de Cabrerías miran de reojo al toro de sus “contrarios” y parece que estuvieran a punto de desistir. “Es tremendo cholazo”, balbucea el más viejo, pero los circunstantes, apelotonados, les ruegan que no se desanimen, que en realidad el toro parece “flojo” y por último...!aquí está, caraju, la bolsa que exigen los quinchayos!.
A una seña, Braulio Calle se pone de pie, y arqueando las manos sobre la boca lanza el grito que todos quieren oír:
— ¡Hay pelea!—
La luz de la tarde es clara todavía, pero ya se oyen las bandadas de los pericos acercándose a su refugio por la quebrada de los guayaquiles. Todo El Jazmín se anima. Los “churres” se encaraman en los higuerones y los viejos se acercan a donde ya están puestos los toros frente a frente. En efecto, el toro de los quinchayos parece más fiero que el de Cabrerías. Bufa, pita, escarba la tierra como si quisiera desenterrar un tesoro con el turbión de sus patas. El otro espera, los ojos luminosos y el resoplido tenso. Se miden, se calculan, pero ninguno de los dos se anima a iniciar el combate. Al fin lo hace el toro de Quinchayo, el golpe suena como un derrumbe, pero el de Cabrerías ha resistido y consigue desconcertar a su contrincante. Frotan sus testas, la una como queriendo penetrar en la otra. Súbitamente, el de los cuernos oscuros retrocede y golpea sin piedad la calota de la bestia de los quinchayos. “!Achachauuu!”, es el eco que brota del tumulto de ponchos, mientras el toro agredido se tambalea un instante y luego, bufando de dolor, huye despavorido produciendo el desbande y la gritería de la gente.
Se pagan las apuestas. Se pactan dos peleas más. En la última, uno de San Antonio y el otro de Tiñarumbe, los toros no han hecho más que mirarse sin atacar. Sus dueños los azuzan, pero nada. Esto ocurre cuando los animales ya pelearon alguna vez y uno de ellos ha padecido la fiereza del otro. Así termina la fiesta. Por Chancha Bruja se levantan varias columnas de humo y en la cima del Ruqutuñú el advenimiento del crepúsculo pone una pincelada de oro viejo. El Jazmín, donde la niebla comienza a bajar, se queda sola. Por diversos caminos, el gentío retorna a sus querencias. Los borrachos se abrazan de dos en dos, a ratos se detienen, juntan sus cabezas como los toros, y confundiendo sus voces con el canto de los “negros” sobre los yapugueros, lanzan a los umbrales de la noche la letra festiva o amarga de una vieja “cumanana”:

Pañuelo blanco me diste,
Pañuelo para llorar:
De qué me sirve el pañuelo
Si tu amor no ha de durar.

lunes, 26 de noviembre de 2007

AGRAVIANTE “DESAGRAVIO” A VALLEJO


El departamento de La Libertad tiene un drama que hasta ahora no puede resolver: aquí nacieron dos personajes cuyos ideales políticos son abiertamente antinómicos: Víctor Raúl Haya de la Torre y César Vallejo. El primero fundó en 1924 un partido de carácter continental, el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), y años más tarde una sección peruana, el PAP (Partido Aprista Peruano) que en 1932 lideró en Trujillo una revuelta frustrada contra la oligarquía peruana. Desde un primer momento, Haya de la Torre se propuso combatir, primero en forma soterrada y después abiertamente, la ideología marxista sembrada por José Carlos Mariátegui y el Partido Comunista que éste fundó en 1928. Vallejo, por su parte, adhirió a las tesis de Mariátegui y ese mismo año, desde París, rompió con el líder trujillano, repudiando “al partido aprista por la orientación contrarrevolucionaria que le insuflan las nuevas teorías de Haya de la Torre, su jefe”. La obra escrita y la acción política de Haya de la Torre han caducado; la una por tratarse de un centón lleno de baratas fórmulas ideológicas destinadas a justificar su postura antimarxista; la otra por lo que todos los peruanos sabemos: el partido aprista es ahora sólo un brazo político de lo más graneado del neoliberalismo y acaso una de las instituciones más corruptas y antipopulares que se conozcan en el país. En cambio, la obra literaria y la acción ética y política de Vallejo, continúan en absoluta vigencia. Con todo, la historia le concedió una ventaja a Haya de la Torre: vivió hasta 1979, mientras que Vallejo murió en 1938. Este handicap le ha permitido a los apristas manosear la vida, la obra y la memoria de César Vallejo según su retorcido e interesado criterio.

En vista de que la figura literaria de Vallejo se ha impuesto en el mundo hasta ocupar espacios insospechados, junto a Shakespeare, Dante Alligheri, Joyce y otros gigantes de la literatura universal, los apristas no han tenido más alternativa que intentar “digerir” su imagen, limando previamente todas aquellas asperezas propias de su condición de ideólogo y esteta del marxismo. Hasta hace poco, corrían el bulo de que Vallejo había sido militante del APRA. Dejaron de hacerlo sólo cuando los documentos y testimonios fueron irrefutables. Han escrito innumerables artículos tratando de convertirlo en el “gran amigo” de Haya de la Torre, fundaron el Instituto de Estudios Vallejianos sólo para evitar que “los comunistas” materialicen esa idea. Y hoy por hoy, le rinden “homenajes” para convertirlo en “poeta cristiano” o en una suerte de filántropo edulcorado e inofensivo. El máximo atrevimiento de los apristas ocurrió al finalizar el primer gobierno de Alan García, cuando intentaron traer los restos de Vallejo al Perú para presentarse como sus “reivindicadores” ante la comunidad internacional. Escritores e intelectuales de todo el mundo protestaron ante semejante propósito y lograron desenmascarar las intenciones de García y sus áulicos. Adjunto a esta nota un artículo que escribí en Piura sobre el tema.

Pero como el APRA no cesa de tramar contra Vallejo y el marxismo, su último manotazo ha sido montar un “desagravio a Vallejo” realizado a trío entre la Corte Suprema de Justicia, la Universidad Nacional de Trujillo y el APRA ( 14, 15 y 16 de noviembre del 2007). Algunos días antes de la inauguración del evento, apareció colgado en el céntrico local de la Universidad un horroroso afiche donde se mostraba a Vallejo tras las rejas. En éste y en los trípticos que se repartieron después, se leía: “Desagravio a Vallejo. De juez a injusto reo”. Lo de “injusto reo” es además una gruesa incorrección idiomática, pues tal vez lo que quisieron decir fue “reo de la injusticia”. Pero como su propia conciencia los traiciona escribieron el agraviante adjetivo “injusto” al pie del sustantivo “reo”. Es decir, que aparte de prisionero, Vallejo fue un hombre injusto. ¡Vaya con los doctos desagraviadores del poeta! Ahora veamos los retruécanos (entre otros) que el “doctor” Francisco Távara ( actual presidente de la CSJ) escribió en dicho tríptico: “La universalidad de Vallejo como creador es una consecuencia más del mensaje de lo que dejó escrito en defensa de la humanización del mundo, en su lucha permanente por la fraternidad, por la justicia, por la igualdad, por la libertad y el bien común, lejos de los argumentos de la sociedad consumista y superficial.” Si Vallejo leyera esta descripción de su pensamiento político, estoy seguro que lanzaría una de esas sonoras carcajadas con las que solía burlarse de la estupidez y la ignorancia de alguno de sus contemporáneos. No, “doctor” Távara, Vallejo no fue un jacobino, Vallejo fue un marxista en toda la extensión de la palabra.

Parte de esta comparsa han sido Víctor Sabana Gamarra, Jorge Kishimoto, el inefable César Ángeles Caballero, el profesor Wellington Castillo Sánchez y el crítico “estructuralista” Francisco Paredes Carbonell. ¿Cuál será el próximo “homenaje” del APRA contra César Vallejo? Esperemos. Con toda seguridad que sacarán uno de debajo de la manga.


CARNETS

En Trujillo no hay un solo monumento público a César Vallejo.

La calle más sucia de Trujillo se llama César Vallejo.

El Colegio donde enseñó Vallejo y que está ubicado en la Plaza de Armas de Trujillo se llama “Pedro Henríquez Ureña”.

El Instituto de Estudios Vallejianos está conformado por cuatro ancianos con Alzheimer que no permiten la incorporación de nadie más a su institución.

En todo Trujillo no existe un archivo de las obras de Vallejo.

En la Universidad Nacional de Trujillo no existe la Cátedra Vallejo.

En la Feria del Libro de Trujillo, que ocurre todos los años, se evita la imagen y la mención de Vallejo.

En la Municipalidad de Trujillo no hay un cuadro de César Vallejo.

A los apristas los "revienta" que Vallejo no haya escrito un sólo verso sobre su cacareada "Revolución del 32".

Reivindicar a Vallejo en Trujillo te convierte en un apestado.






ME MORIRÉ EN PARÍS

Alberto Alarcón

Hace unos días, el maestro Juan Antón y Galán publicó en estas mismas páginas una nota titulada “¿Por qué Vallejo sigue en París?”, cuya parte final decía:

“Manifiesta, pues, la firme posición de Georgette Phillipard, queda ahora al gobierno de la nación la tarea de asumir la responsabilidad de activar gestiones ante el gobierno francés y concretar el anhelo de que los restos de una de nuestras más preclaras glorias retorne al seno de la patria.”

Es en torno a este pedido del conocido maestro sanmiguelino que quisiera permitirme ahora una opinión discrepante.

César Vallejo es, sin duda, el poeta peruano más descollante dentro de las letras hispanoamericanas. Él, al igual que Rubén Darío, vació en el molde cervantino emociones y sentimientos nunca antes expresados por escritor alguno. Es “el poeta de una estirpe y una raza”, como dijera José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Pero no de una estirpe y una raza confinadas a los estrechos límites del Perú, pues desde su primera obra, Los heraldos negros, subyace en nuestro poeta un acento americanista profundo que más tarde se traduciría en universalismo, sin margen posible para nacionalismos superficiales o chauvinismos fáciles.

El Perú de César Vallejo es el Perú de los parias, el de “los campesinos vidriados de sudor” y el de los mineros “del socavón en forma de síntoma profundo”. Para Vallejo, el Perú no es “el sentimiento idealista de la tierra y de sus paisajes”, como alguna vez quiso un tal Ramón de Dolarea (profesor español del Opus Dei, afincado en Piura por los años 70). Más que unos cuántos miles de kilómetros cuadrados, la patria para Vallejo fue esa que él denuncia y profetiza en El tungsteno; es decir una patria utópica, no la patria real. Cuando Vallejo escribe: “Perú del mundo y Perú al pie del orbe” es justamente cuando llega al convencimiento de que la patria auténtica sólo es posible dentro de un orden internacionalista, al cual Vallejo adhiere por filiación de vida y filiación de ideas.

Todo el proceso vital del poeta tuvo destino de universalidad. Muertas sus esperanzas de retornar al país con el exclusivo propósito de hacer causa común con los desposeídos en sus incipientes luchas de liberación, Vallejo comprende que está llamado a la noble y dolorosa tarea de ser un ciudadano y un combatiente del mundo. Su expulsión de Francia y luego la Guerra Civil española le revelan la dimensión de su compromiso y sus deberes. Después de doce años de silencio, en medio de los mayores dolores que puedan sacudir el alma de un hombre, escribe las estremecedoras páginas de España, aparta de mí este cáliz. Y cuando muere, en 1938, de acuerdo al testimonio de quienes asistieron a sus últimas horas de agonía, no lo hizo pronunciando el nombre del Perú sino el de España, que en ese momento simbolizaba la lucha del Hombre contra el oscurantismo y la regresión. (“Allí…pronto…navajas…Me voy a España”, fueron sus últimas palabras.)

París fue para Vallejo lo que el desierto para Moisés. Allí padeció el fuego y los martirios de la purificación antes de recibir las Tablas Sagradas de una poesía profundamente humana, descarnada y nueva. Cuando Francia lo condena a su segundo destierro, en 1930, lo hace en una lucha frontal, no contra el artista, sino contra el militante convicto y confeso de la ideología marxista. Por paradójico que parezca, Francia se pone a la altura del poeta y lo combate con sus armas más poderosas. Francia es también, sin embargo, la estación de sus júbilos. Allí conoce a importantes poetas de su tiempo y obtiene sus primeros trabajos como periodista internacional. En 1928, París recibe con calores de hogar al reportero de la Rusia revolucionaria; y en 1929 le entrega el fervoroso amor de Georgette Phillipard, la esposa que lo acompañaría más allá de la muerte. Por último, y por propia voluntad del poeta, Francia se convierte en la depositaria de sus restos. “Me moriré en París con aguacero,/un día del cual tengo ya el recuerdo./Me moriré en París y no me corro,/ tal vez un jueves como es hoy de otoño”. París “un sitio muy grande y lejano”, como él mismo lo llamara en uno de sus poemas, fue siempre para Vallejo el único refugio posible para los hombres que aman el pensamiento y la libertad.

En el Perú, Vallejo fue escarnecido, vapuleado y torturado por la envidia y la crueldad pueblerinas. Antes de que el poeta publicara su primer libro, Los heraldos negros, Clemente Palma, hijo del ilustre tradicionista, incapacitado para comprender la poesía de Vallejo, lo mandó regresar a su pueblo y dedicarse a la siembra de papas o bien a ofrecerse “en calidad de durmiente en el tren a Malabrigo”. En 1923, el Perú lo condenó durante 112 días a una asquerosa cárcel trujillana, que lo haría escribir más tarde: “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”.

El “Perú oficial”, el único que resultaría ahora beneficiado con la repatriación de sus restos, le negó en repetidas ocasiones, por vía de la conjura silenciosa, su retorno al país. Este mismo Perú fue el que durante treinta años ha mantenido a su viuda en medio del silencio, la indiferencia y la miseria. El mismo Perú que hasta hoy no levanta la orden de captura contra el poeta. Aquí es donde más se le ha combatido y se le ha negado. Aquí, en su propia patria, contrariando la historia, se ha pretendido convertirlo en aprista, en místico, en poeta maldito, en europeísta y hasta en agente a sueldo del comunismo internacional. En 1972, el joven poeta Enrique Verástegui, ebrio de irreverencia y dandismo aldeano, proclamó a todos los vientos la liquidación de Vallejo como poeta.

Con estos “pergaminos”, el Perú oficial tiene la obligación imperiosa de dejar en su paz parisina el cadáver de nuestro insigne aeda. No le asiste ningún derecho para apropiarse los restos físicos de un soldado internacionalista al que su patria sólo le dio insultos, silencio y prisión. Los peruanos que valoramos en Vallejo al hombre, al pensador y al artista somos los albaceas legítimos de su espíritu, de ese espíritu que no necesita de rituales funerarios, y a veces ni siquiera de una tumba, para perpetuarse en la memoria y el corazón de los hombres. Quienes abierta o solapadamente quieren tergiversar ese espíritu son los que ahora pretenden “reclamar” y traer al Perú los restos del “shulca”, arguyendo hipócritas motivaciones de adhesión y nacionalismo barato. No permitamos, pues, que éste o cualquier otro régimen a los que estamos acostumbrados, intente pasar a la historia como el “gran reivindicador de Vallejo, la cultura, la democracia y el nacionalismo”. Pongámonos de acuerdo: a un “cadáver lleno de mundo” le corresponde una ciudad llena de mundo como es París. (Diario El Correo de Piura, 20 de diciembre de 1982)



sábado, 3 de noviembre de 2007

LOS BUITRES COMEN MÁS TARDE



En 1994, un muchacho de treinta y tres años detuvo su furgoneta en una solitaria ribera de un río de Johannesburgo y se puso a contemplar el paisaje. La brisa movía las hojas umbrosas de los árboles y algún pájaro anónimo cantaba, como cuando él tenía seis años e iba a ese mismo lugar a jugar con sus amigos. Mostraba unas ojeras enormes y su mirada estaba envuelta en un halo de infinita tristeza. De pronto se animó, bajó del auto, abrió la maletera, sacó una manguera que conectó al tubo de escape y regresó al volante. Cerró todo. Unos minutos después estaba muerto. Se había suicidado inhalando el monóxido de carbono de su vehículo. Cuando lo encontraron, parecía dormir plácidamente, mientras en su walkman sonaban todavía unos melodiosos tonos de rock country.

Se llamaba Kevin Carter. Era un sudafricano blanco; había nacido en 1960 y desde 1984 se dedicaba exclusivamente a su trabajo como cronista gráfico. Dos meses antes de morir había ganado el Premio Pulitzer de Fotoperiodismo con una fotografía publicada en el New York Times y tomada en 1993, en Ayod, una polvorienta aldehuela en Sudan. El solo describir este testimonio gráfico eriza los pelos y deja caer sobre el espíritu los garfios de un horror indescriptible: una niña negra, famélica, desnuda y vencida por el hambre, ha comenzado a morir. A pocos metros de ella, expectante, un buitre aguarda su muerte para iniciar el sangriento ritual de devorarla. El animal parece estar hecho de sombras y de piedra, mientras que la pequeña –ya sólo piel y huesos– experimenta los últimos estragos de la vida.

Carter tenía tres amigos fotógrafos (Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva) con quienes conformaba un grupo al que apodaban el “Bang Bang Club”. Se caracterizaban por su intrepidez para exponerse al peligro en la violenta guerra que asoló Sudáfrica después de la liberación de Mandela, su afición a las drogas duras y sus fotografías espeluznantes e incluso truculentas. Fueron ellos los primeros a quienes les contó los pormenores de la foto de Ayod: tuvo que esperar más de veinte minutos para lograr el encuadre perfecto, deseaba vivamente que el animal se acercara mucho más a la niña y que abriera las alas, pero no lo logró. Una vez hecha la foto, no hizo nada por ayudar a la pequeña; sólo espantó al buitre con una rama, se embarcó en la avioneta y desapareció del lugar. Mientras volaba, un ángel bondadoso y un ángel diabólico peleaban dentro de él. Este último lo invitaba a sonreír, pues sin duda había conseguido la foto que le daría fama y dinero. El ángel bondadoso, encerrado en una lágrima, lo contemplaba con la infinita piedad de un dios herido.

El premio Pulitzer está dotado de 10,000 dólares y se entrega en New York. En mayo de 1994, Kevin Carter fue a recibirlo, y esa misma noche empezó a dilapidarlo. Se aturdió bebiendo y envenenándose con su droga favorita: Pipa Blanca – una psicotrópica mezcla de mandrax y marihuana –en un bullicioso pub aledaño al Central Park; luego atravesó el puente sobre el río Hudson hasta que fue a dar con sus huesos en algún hotel de la inmensa y reverberante Gran Manzana. A pocos metros de su alma, el buitre negro de la muerte lo acechaba. En Sudáfrica, la guerra había concluido; uno de sus amigos, Ken Oosterbroek, había muerto en medio de un tiroteo en plena refriega, y ahora él recibía dinero y prestigio por haber mostrado al mundo una foto donde una niña hambrienta moría mientras un buitre aguardaba los despojos.

La foto lo torturó desde un primer momento. “Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no quiero ni verla. La odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña”, declaró a sus colegas. Bastan estas palabras para intuir los inclementes ramalazos de culpa que azotaban la conciencia de Kevin Carter. Con el tiempo, esa foto se convirtió en un buitre expectante, y él en la niña famélica que empezaba a morir. Carter sabía que cuando disparó su cámara había dado el primer picotazo sobre el cuerpo exangüe de la pequeña; es decir, se había adelantado al siniestro animal que la acechaba. Es decir, se sintió mucho más animal que el propio buitre. Si bien innumerables periodistas han exculpado a Carter en nombre de esa “coraza” con la que deben blindarse los corresponsales de guerra para sobrevivir y sensibilizar a la humanidad con sus testimonios, lo cierto es que el fotógrafo sudanés nunca pudo exculparse a sí mismo. Y lo que importa ahora es lo que él sintió y no lo que nosotros queramos sentir para justificar sus actos.

Hay quienes sostienen que Kevin Carter no se suicidó debido a la foto de la niña y el buitre, sino por el agobio causado por las drogas o tal vez por la muerte de su mejor amigo, o por el desamor y la soledad que fueron como su duro pan de cada día. Yo tengo una alternativa más para explicar su muerte. Es terrible, lo sé, pero estoy en la obligación de confesarla: Carter logró fotografiar la muerte de la niña; y luego el preciso instante en que el enorme buitre le picoteó la nuca y empezó a descarnarla. Pero esa placa – abominable revoltijo de yerba, tierra y sangre – habría hecho más evidente su artrosis emocional y su cinismo. Habría sido demasiado.

La mañana que Carter llevó su furgoneta hasta aquella ribera del río de Johannesburgo donde se quitó la vida, escribió en una hoja de papel: “Continuamente me persiguen los vívidos recuerdos de las matanzas, los cadáveres, la ira, el dolor, los niños desfallecidos por el hambre, los heridos, los locos de gatillo fácil, muy a menudo policías, los asesinos ejecutores. Me voy a reunir con Ken…, si tengo esa suerte”.¿Se tragaron las aguas del río el carrete donde Kevin Carter estampó la última foto de la niña y el buitre?