sábado, 26 de abril de 2008

MIS DOMINGOS

No me gusta el domingo. Prefiero ver el mundo en movimiento y no con calles solitarias y gentes encerradas en sus casas, como ocurre cuando llega este día. Desde pequeño, los domingos me producen una enorme tristeza, sobre todo por la tarde, cuando el silencio es una invasión poderosa y el tiempo parece una piedra gris e inmóvil que trasmite la sensación de una angustia irremediable.

Hubo una época, sin embargo, en que esperaba ansioso la llegada del domingo. Fue cuando me enamoré de mi prima Isabel. Era hermosa y llegaba a visitarnos los domingos, junto con mi tía Peto y mi primo José. La recuerdo con su falda blanca y su bincha celeste entrando a mi casa con la rozagante alegría de sus dieciséis años. La esperaba temblando. Para ella me ponía mis mejores trajes y me acicalaba con la secreta esperanza de que se enamorara de mí. Isabel sospechaba de mis intenciones, pero las capeaba muy bien. Hablaba y jugaba conmigo, me coqueteaba, pero cuando estábamos a punto de quedarnos solos siempre tenía un pretexto para evitarlo. Por la noche, luego de una larga sobremesa, regresaba a su casa dejándome el lúbrico recuerdo de sus labios carnosos, la luz de sus piernas torneadas y el tintineo de su risa. La soledad del domingo volvía entonces con toda su carga de pensamientos sombríos y frustraciones.

Por ella y sus despedidas que me desgarraban, la tarde y la noche de los domingos me parecen ahora más melancólicas que el resto de ese día. En esos momentos invade mi memoria un vuelo de tijeretas en el viejo puerto, la ventana solitaria de mi cuarto de colegial y el ruido del viento que bajaba desde los cerros y golpeaba los árboles frente a mi casa. Puede ser también por algún remoto domingo en que viví tal vez una inesperada alegría junto a mi hermano Bienvenido, cuya muerte convierte esa alegría en este inexplicable dolor de los domingos. O por la inminencia de los lunes, que significaba ir a la escuela con el sueño apenas despabilado o la mala conciencia de alguna tarea incumplida.

Conjuro mi tristeza dominical escribiendo poesía. De joven, me encerraba en mi cuarto y escribía poemas de amor a Isabel, poemas que ella nunca leyó. Con el tiempo, cuando decidí convivir con mi vocación literaria y la tirantez de mis trabajos alimentarios, escogía los domingos para escribir. Mi esposa y mis hijos hacían su rutina en el primer piso de la casa, y yo, en el segundo, frente a una vieja máquina de escribir, contaba sílabas y me entregaba a la embriaguez de las palabras. Ahora, ya separado de Nelly, sin ninguno de mis hijos cerca, lobo de fiordos en una solitaria habitación de la ciudad, vuelvo a conjurar mis domingos escribiendo poesía. Cuando se escribe, las manecillas del reloj ya no hacen daño. El tiempo y el poeta se van por distintos caminos, cada cual con su locura y sus fantasmas.

2 comentarios:

Garo dijo...

Buenos recuerdos, Don Alberto. Espero verlos pronto. Saludos.

L. M. Armas dijo...

Presentadme a la hija, a vuestra sobrina...